This is the Spanish version of The Wonderful Wizard of Oz by the writer Lyman Frank Baum and although this is the English version of Korespa we do not lose sight of the fact that the reason for Korespa is the world of Spanish, that is why we show this version of the book here.
This is a public domain book which for us means that it is free for you to read at no cost to you and that way Korespa shares it for you to use.
CAPÍTULO 2. La conferencia con los Munchkings
CAPÍTULO 3. De cómo salvó Dorothy al Espantapájaros
CAPÍTULO 4. El camino del bosque
CAPÍTULO 5. El Leñador de Hojalata
CAPÍTULO 7. En busca del gran Oz
CAPÍTULO 8. El campo de amapolas
CAPÍTULO 9. La Reina de los ratones
CAPÍTULO 10. El guardían de la puerta
CAPÍTULO 11. La Ciudad Esmeralda
CAPÍTULO 12. En busca de la Bruja Maligna
CAPÍTULO 15. La identidad de Oz el Terrible
CAPÍTULO 16. La magia del gran farsante
CAPÍTULO 17. La partida del globo
CAPÍTULO 19. El ataque de los árboles belicosos
CAPÍTULO 20. El delicado País de Porcelana
CAPÍTULO 21. El León llega a ser el Rey de las Bestias
CAPÍTULO 22. El País de los Quadlings
CAPÍTULO 23. Glinda otorga a Dorothy su deseo
CAPÍTULO 1 El ciclón
Dorothy vivía en medio de las extensas praderas de Kansas, con su tío Henry, que era granjero, y su tía Em, la esposa de éste. La casa que los albergaba era pequeña, pues la madera necesaria para su construcción debió ser transportada en carretas desde muy lejos. Constaba de cuatro paredes, piso y techo, lo cual formaba una habitación, y en ella había una cocina algo herrumbrada, un mueble para los platos, una mesa, tres o cuatro sillas y las camas. El tío Henry y la tía Em tenían una cama grande situada en un rincón, y Dorothy ocupaba una pequeñita en otro rincón. No había altillo ni tampoco sótano, salvo un hueco cavado en el piso, y al que llamaban refugio para ciclones, donde la familia podía cobijarse en caso de que se descargara un huracán lo bastante fuerte como para barrer con cualquier edificio que hallara en su camino. A este hueco —pequeño y oscuro— se llegaba por medio de una escalera y una puerta trampa que había en medio del piso.
Cuando Dorothy se detenía en el vano de la puerta y miraba a su alrededor, no podía ver otra cosa que la gran pradera que los rodeaba. Ni un árbol ni una casa se destacaba en la inmensa llanura que se extendía en todas direcciones y que parecía juntarse con el cielo. El sol había calcinado la tierra arada hasta convertirla en una masa grisácea con una que otra rajadura aquí y allá. Ni siquiera la hierba era verde, pues el sol había quemado la parte superior de sus largas hojillas hasta teñirlas del mismo gris predominante en el lugar. En un tiempo la casa estuvo pintada, pero el calor del astro rey había levantado ampollas en la pintura y las lluvias se llevaron a ésta, de modo que la vivienda tenía ahora la misma tonalidad grisácea y opaca que todo lo que la circundaba.
Cuando la tía Em fue a vivir allí, era una mujer joven y bonita; pero el sol y los vientos también la habían cambiado, robando el brillo de sus ojos, que quedaron de un gris plomizo, y borrando el rubor de sus labios y mejillas, los que poco a poco fueron adquiriendo la misma tonalidad imperante en el lugar. Ahora era demasiado enjuta y jamás sonreía. Cuando Dorothy quedó huérfana y fue a vivir con ella, la tía Em solía sobresaltarse tanto de sus risas que lanzaba un grito y se llevaba la mano al corazón cada vez que llegaba a sus oídos la voz de la pequeña, y todavía miraba a su sobrina con expresión de extrañeza, preguntándose qué era lo que la hacía reír.
Tampoco reía nunca el tío Henry, quien trabajaba desde la mañana hasta la noche e ignoraba lo que era la alegría. Él también tenía una tonalidad grisácea, desde su larga barba hasta sus rústicas botas, su expresión era solemne y dura.
Era Toto el que hacía reír a Dorothy y el que la salvó de tornarse tan opaca como el medio ambiente en que vivía. Toto no era gris; era un perrito negro, de largo pelaje sedoso y negros ojillos que relucían alegres a ambos lados de su cómico hocico. Toto jugaba todo el día y Dorothy le acompañaba en sus juegos y lo quería con todo su corazón.
Empero, ese día no estaban jugando. El tío Henry se hallaba sentado en el umbral y miraba al cielo con expresión preocupada, notándolo más gris que de costumbre. De pie a su lado, con Toto en sus brazos, Dorothy también observaba el cielo. La tía Em estaba lavando los platos.
Desde el lejano norte les llegaba el ronco ulular del viento, y tío y sobrina podían ver las altas hierbas inclinándose ante la tormenta. Desde el sur llegó de pronto una especie de silbido agudo, y cuando volvieron los ojos en esa dirección vieron que también allí se agitaban las hierbas.
El viejo se levantó de pronto.
—Viene un ciclón, Em —le gritó a su esposa—. Iré a ocuparme de los animales. Y echó a correr hacia los cobertizos donde estaban las vacas y caballos.
La tía Em dejó su trabajo para salir a la puerta, desde donde vio con una sola ojeada el peligro que corrían.
—¡Aprisa, Dorothy! —chilló—. ¡Corre al sótano!
Toto saltó de entre los brazos de la niña para ir a esconderse bajo la cama, y Dorothy se dispuso a seguirlo, mientras que la tía Em, profundamente atemorizada, abría la puerta trampa y descendía al oscuro refugio bajo el piso. Al fin logró Dorothy atrapar a Toto y se volvió para seguir a su tía; pero cuando se hallaba a mitad de camino arreció de pronto el vendaval y la casa se sacudió con tal violencia que la niña perdió el equilibrio y tuvo que sentarse en el suelo.
Entonces ocurrió algo muy extraño. La vivienda giró sobre sí misma dos o tres veces y empezó a elevarse con lentitud hacia el cielo. A Dorothy le pareció como si estuviera ascendiendo en un globo.
Los vientos del norte y del sur se encontraron donde se hallaba la casa, formando allí el centro exacto del ciclón. En el vórtice o centro del ciclón, el aire suele quedar en calma, pero la gran presión del viento sobre los cuatro costados de la cabaña la fue elevando cada vez más, y en lo alto permaneció, siendo arrastrada a enorme distancia y con tanta facilidad como si fuera una pluma.
Reinaba una oscuridad muy densa y el viento rugía horriblemente en los alrededores, pero Dorothy descubrió que la vivienda se movía con suavidad. Luego de las primeras vueltas vertiginosas, y después de una oportunidad en que la casa se inclinó bastante, tuvo la misma impresión que debe sentir un bebé al ser acunado.
A Toto no le gustaba todo aquello y corría de un lado a otro de la habitación, ladrando sin cesar; pero Dorothy se quedó quieta en el piso, aguardando para ver qué iba a suceder.
En una oportunidad el perrillo se acercó demasiado a la puerta abierta del sótano y cayó por ella. Al principio pensó la niña que lo había perdido; pero a poco vio una de sus orejas que asomaba por el hueco, y era que la fuerte presión del huracán lo mantenía en el aire, de modo que no podía caer. La niña se arrastró hasta el agujero, atrapó a Toto por la oreja y lo arrastró de nuevo a la habitación después de cerrar la puerta trampa a fin de que no se repitiera el accidente.
Poco a poco fueron pasando las horas y Dorothy se repuso gradualmente del susto; pero se sentía muy solitaria, y el viento aullaba a su alrededor con tanta fuerza que la niña estuvo a punto de ensordecer. Al principio habíase preguntado si se haría pedazos cuando la casa volviera a caer; mas a medida que transcurrían las horas sin que sucediera nada terrible, dejó de preocuparse y decidió esperar con calma para ver qué le depararía el futuro. Al fin se arrastró hacia la cama y se acostó, mientras que Toto la imitaba e iba a tenderse a su lado.
A pesar del balanceo de la cabaña y de los aullidos del viento, la niña terminó cerrando los ojos y se quedó profundamente dormida.
CAPÍTULO 2
La conferencia con los Munchkins
A Dorothy la despertó una sacudida tan fuerte y repentina que si no hubiera estado tendida en la cama podría haberse hecho daño. Así y todo, el golpe le hizo contener el aliento y preguntarse qué habría sucedido, mientras que Toto, por su parte, le pasó el hocico sobre la cara y lanzó un lastimero gemido. Al sentarse en el lecho, la niña notó que la casa ya no se movía; además, ya no estaba oscuro, pues la radiante luz del sol penetraba por la ventana, inundando la habitación con sus áureos resplandores. Saltó del lecho y, con Toto pegado a sus talones, corrió a abrir la puerta.
En seguida lanzó una exclamación de asombro al mirar a su alrededor, mientras que sus ojos se agrandaban cada vez más ante la vista maravillosa que se le ofrecía.
El ciclón había depositado la casa con bastante suavidad en medio de una región de extraordinaria hermosura. Por doquier se veía el terreno cubierto de un césped del color de la esmeralda, y en los alrededores se elevaban majestuosos árboles cargados de sabrosos frutos maduros. Abundaban extraordinariamente las flores multicolores, y entre los árboles y arbustos revoloteaban aves de raros y
brillantes plumajes. A cierta distancia corría un arroyuelo de aguas resplandecientes que acariciaban al pasar las verdosas orillas, susurrando en su marcha con un son cantarino, que resultó una delicia para la niña, procedente de las áridas planicies de Kansas.
Mientras observaba entusiasmada aquel extraño y maravilloso espectáculo, notó que avanzaba hacia ella un grupo de las personas más raras que viera en su vida. No eran tan grandes como los adultos a los que conocía, pero tampoco eran muy pequeñas. En verdad, parecían tener la misma estatura de Dorothy, que era bastante alta para su edad, aunque, a juzgar por su aspecto, le llevaban muchos años de ventaja.
Eran tres hombres y una mujer, todos vestidos de manera muy extraña. Estaban tocados de unos sombreros cónicos de unos treinta
centímetros de altura en la copa, adornados por campanillas que tintineaban suavemente con cada uno de sus movimientos. Los de los hombres eran azules, y blanco el de la mujercita, quien lucía una especie de vestido también blanco que pendía en pliegues desde sus hombros casi hasta el suelo y estaba salpicado de estrellitas que el sol hacía brillar como diamantes. Los hombres vestían de azul claro y calzaban bien lustradas botas negras con adornos del mismo tono de sus ropas. Al observarlos, Dorothy calculó que eran casi tan viejos como su tío Henry, pues dos de ellos tenían barba. Pero la mujercita era sin duda mucho mayor; tenía el rostro cubierto de arrugas y el cabello casi blanco; además, caminaba con el paso propio de las personas de edad avanzada.
Cuando llegaron cerca de la casa a cuya puerta se hallaba parada la niña, se detuvieron y hablaron por lo bajo, como si no se atrevieran a seguir avanzando. Pero la viejecita llegó hasta Dorothy, hizo una profunda reverencia y dijo con voz muy dulce:
—Noble hechicera, bienvenida seas a la tierra de los Munchkins. Te estamos profundamente agradecidos por haber matado a la Maligna Bruja del Oriente y liberado así a nuestro pueblo de sus cadenas.
Dorothy la escuchó con gran extrañeza. ¿Por qué la llamaría hechicera, y qué quería significar al decir que había matado a la Maligna Bruja del Oriente? Ella era una niñita inocente e inofensiva a la que el ciclón había alejado de su hogar, y jamás en su vida mató a nadie.
Mas era evidente que la mujercita esperaba una respuesta, de modo que la pequeña contestó tras cierta vacilación:
—Es usted muy amable, pero debe tratarse de un error. Yo no he matado a nadie.
—Bueno, al menos lo hizo tu casa —rió la
viejecita—, lo cual viene a ser lo mismo. Fíjate
—continuó indicando una esquina de la vivienda—, allí se ven sus pies que sobresalen por debajo de una de las tablas.
Al mirar hacia el lugar indicado, Dorothy dejó escapar un gritito de miedo. En efecto, precisamente debajo del rincón de la casa, se asomaban dos pies calzados con puntiagudos zapatos de plata.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó la niña con gran desazón—. Le debe haber caído encima la casa. ¿Qué haremos ahora?
—Nada se puede hacer —fue la tranquila respuesta de la ancianita.
—¿Pero quién era? —quiso saber Dorothy.
—La Maligna Bruja del Oriente, como ya te dije. La que tenía esclavizados a los Munchkins desde hacía años, obligándolos a trabajar para ella noche y día. Ahora se han liberado, y te agradecen el favor.
—¿Quiénes son los Munchkins? —preguntó Dorothy.
—La gente que vive en esta tierra del Oriente, donde mandaba la Bruja Maligna.
—¿Y usted es una Munchkins?
—No, pero soy amiga de ellos, aunque vivo en las tierras del Norte. Cuando vieron que la Bruja del Oriente estaba muerta, los Munchkins me enviaron un mensajero a toda prisa y vine al instante. Yo soy la Bruja del Norte.
—¡Cielos! —exclamó Dorothy—. ¿Una bruja verdadera?
—En efecto —respondió la ancianita—. Pero soy una bruja buena y la gente me quiere. No soy tan poderosa como lo era la Bruja Maligna del Norte, que gobernaba aquí, pues de otro modo yo misma habría liberado a la gente.
—Pero yo creía que todas las brujas eran malas —arguyó la niña, atemorizada al verse frente a una bruja.
—No, no, eso es un error. Había cuatro brujas en total en el País de Oz, y dos de ellas, las que viven en el Norte y el Sur, son brujas buenas. Las que vivían en el Oriente y el Occidente eran, en cambio, brujas malvadas; pero ahora que tú has matado a una de ellas, sólo queda una mala en todo el País de Oz, y es la que vive en el Occidente.
—Pero —objetó Dorothy luego de un meditativo silencio—, tía Em me contó que todas las brujas murieron hace ya muchísimos años.
—¿Quién es la tía Em? —preguntó la ancianita. —Es mi tía, la que vive en Kansas, la región de donde vengo.
La Bruja del Norte meditó un momento, con la cabeza gacha y los ojos fijos en el suelo. Al fin levantó la vista y dijo:
—No sé dónde está Kansas, pues es la primera vez que la oigo mencionar. Pero dime, ¿es un país civilizado?
—Sí, claro.
—Entonces esa es la causa. Creo que en los países civilizados ya no quedan brujas ni brujos, magos o hechiceras. Pero el caso es que el País de Oz nunca fue civilizado, pues estamos apartados de todo el resto del mundo. Por eso es que todavía tenemos brujas y magos.
—¿Quiénes son los magos?
—El mismo Oz es el Gran Mago —manifestó la Bruja en voz mucho más baja—. Es más poderoso que todos los demás juntos, y vive en la Ciudad Esmeralda.
Dorothy iba a hacer otra pregunta; pero en ese momento los Munchkins, que habían escuchado en silencio, lanzaron un grito agudo y señalaron hacia la esquina de la casa bajo la cual yacía la Bruja del Oriente.
—¿Qué pasa? —preguntó la ancianita, y al mirar rompió a reír. Los pies de la Bruja muerta habían desaparecido por completo y no quedaban más que los zapatos de plata—. Era tan vieja que el sol la redujo a polvo. Así termina ella, pero los zapatos son tuyos y te los daré para que los uses.
Recogió los zapatos y, luego de quitarles el polvo, se los entregó a Dorothy.
—La Bruja del Oriente estaba orgullosa de esos zapatos plateados —comentó uno de los Munchkins—, y creo que tienen algo mágico, aunque nunca supimos cuál era su magia.
Dorothy los llevó al interior de la casa y los puso sobre la mesa. Cuando volvió a salir, dijo:
—Estoy ansiosa por volver al lado de mis tíos, pues es seguro que estarán preocupados por mí. ¿Pueden ayudarme a encontrar el camino?
Los Munchkins y la Bruja se miraron unos a otros y luego a Dorothy. Al fin menearon las cabezas.
—Hacia Oriente, no muy lejos de aquí —dijo uno—, está el gran desierto que nadie puede cruzar.
—Lo mismo que en el Sur —declaró otro—, pues yo he estado allí y lo he visto. El Sur es el país de los Quadlings.
—Y a mí me han dicho que en el Occidente es lo mismo —expresó el tercero—. Y ese país, donde viven los Winkies, es gobernado por la Maligna Bruja de Occidente, que te esclavizaría si pasaras por allí.
—En el Norte está mi país —dijo la ancianita—, y en su límite se ve el gran desierto que rodea el País de Oz. Querida mía, mucho temo que tendrás que quedarte a vivir con nosotros.
Al oír esto, Dorothy empezó a sollozar, pues se sentía muy sola entre aquella gente tan extraña.
Sus lágrimas parecieron apenar a los bondadosos Munchkins, los que en seguida sacaron sus pañuelos y rompieron también a llorar. En cuanto a la Bruja buena, se quitó el gorro cónico y lo puso en equilibrio sobre la punta de la nariz mientras contaba hasta tres con voz solemne. Al instante, el gorro se convirtió en una pizarra sobre la que estaban escritas con tiza las siguientes palabras:
Dejen que Dorothy vaya a la Ciudad Esmeralda
La ancianita se quitó la pizarra de la nariz y, una vez que hubo leído el mensaje, preguntó:
—¿Te llamas Dorothy, queridita?
—Sí. —La niña levantó la vista y se enjugó las lágrimas.
—Entonces debes ir a la Ciudad Esmeralda. Puede que Oz quiera ayudarte.
—¿Dónde está esa ciudad?
—En el centro exacto del país, y la gobierna Oz, el Gran Mago de quien te hablé.
—¿Es un buen hombre? —preguntó Dorothy en tono ansioso.
—Es un buen Mago. En cuanto a si es un hombre o no, no podría decirlo, pues jamás lo he visto.
—¿Y cómo llegaré hasta allí?
—Tendrás que caminar. Es un viaje largo, por una región que tiene sus cosas agradables y sus cosas terribles. Sin embargo, emplearé mis artes mágicas para protegerte de todo daño. —¿No irá usted conmigo? —suplicó la niña, que había empezado a considerar a la ancianita como su única amiga.
—No puedo hacer tal cosa; pero te daré un beso, y nadie se atreverá a hacer daño a una persona a quien ha besado la Bruja del Norte.
Se acercó a Dorothy y, con gran suavidad, la besó en la frente. La niña descubrió más tarde que sus labios le habían dejado una señal luminosa en el lugar donde rozaron su piel.
—El camino que va a la Ciudad Esmeralda está pavimentado con ladrillos amarillos —expresó la Bruja—, de modo que no podrás perderte. Cuando veas a Oz, no le tengas miedo; cuéntale lo que te ha pasado y pídele que te ayude. Adiós, querida mía.
Los tres Munchkins se inclinaron respetuosamente ante la niña y le desearon un agradable viaje, después de lo cual se alejaron por entre los árboles. La Bruja le hizo una amable inclinación de cabeza, giró tres veces sobre su tacón izquierdo y desapareció por completo, para gran sorpresa de Toto, el que empezó a ladrar a más y mejor ahora que ella se había ido, pues no se había atrevido a gruñir siquiera en su presencia.
Pero Dorothy, que sabía que era una bruja, estaba preparada para su brusca partida, de modo que no sintió la menor sorpresa.
CAPÍTULO 3 De cómo salvó Dorothy al espantapájaros
Al quedar sola, Dorothy empezó a sentir apetito, de modo que fue a la alacena y cortó un pedazo de pan al que le puso manteca. Dio un poco a Toto, descolgó el cubo y se fue al arroyuelo para llenarlo con agua. Toto corrió hacia los árboles y empezó a ladrarle a los pajarillos. Cuando fue a buscarlo, la niña vio unas frutas tan deliciosas pendientes de las ramas que recogió algunas para completar su desayuno.
Volvió entonces a la casa, y luego de haber bebido un poco de agua, se dispuso para el viaje a la Ciudad Esmeralda.
Sólo tenía otro vestido, pero estaba muy limpio y colgaba de una percha al lado de su cama. Era de algodón, a cuadros blancos y azules, y aunque el azul estaba algo descolorido por los frecuentes lavados, la prenda le sentaba muy bien. La niña se lavó cuidadosamente, se puso el vestido limpio y se caló el sombrero rosado. Llenó con pan una cesta y la cubrió con una servilleta blanca. Luego se miró los pies y notó cuán viejos y gastados estaban sus zapatos.
—Seguro que no me van a servir para un viaje largo, Toto —dijo, y el perrillo la miró con sus ojos negros y meneó la cola para demostrar que entendía sus palabras.
En ese momento vio Dorothy los zapatos plateados que habían pertenecido a la Bruja del Oriente y que reposaban sobre la mesa.
—¿Me calzarán bien? —dijo—. Serían lo más apropiado para una caminata prolongada, pues no creo que se gasten.
Se quitó los viejos zapatos de cuero y se probó los otros, viendo que le calzaban como si se los hubieran hecho de medida. Después recogió su cesta.
—Vamos, Toto —ordenó—. Iremos a la Ciudad Esmeralda y preguntaremos al Gran Oz cómo podemos regresar a Kansas.
Cerró la puerta, le echó llave y se guardó ésta en el bolsillo. Luego, mientras que Toto la seguía pegado a sus talones, emprendió su viaje.
Había varios caminos en las cercanías, pero no tardó mucho en hallar el que estaba pavimentado con ladrillos amarillos. Poco después marchaba a buen paso hacia la Ciudad Esmeralda, y sus zapatos de plata resonaban alegremente sobre el amarillo pavimento. El sol brillaba con todo su esplendor y los pájaros cantaban dulcemente, por lo que Dorothy no se sintió tan mal como era de esperar en una niña a la que de pronto sacan de su ambiente familiar y colocan en medio de una tierra extraña.
Mientras marchaba le sorprendió ver lo bonita que era aquella región. A los costados del camino se extendían bien cuidadas cercas pintadas de celeste, y más allá de ellas vio campos en los que abundaban los cereales y verduras. Sin duda alguna, los Munchkins eran buenos labriegos y obtenían excelentes cosechas. De tanto en tanto pasaba frente a alguna casa cuyos ocupantes salían a mirarla y la saludaban con gran respeto, pues todos sabían que era ella quien había destruido a la Bruja Maligna, salvándolos así de la esclavitud. Las viviendas de los Munchkins eran muy extrañas, de forma circular y con una gran cúpula por techo. Todas estaban pintadas de azul, el color favorito de la región oriental.
Hacia el atardecer, cuando Dorothy sentíase ya cansada de tanto caminar y empezaba a preguntarse dónde pasaría la noche, llegó a una casa algo más grande que las otras, y en el jardincillo del frente vio a muchas personas que danzaban. Cinco violinistas tocaban sus instrumentos con gran entusiasmo, y todos los circunstantes reían y cantaban, mientras que una gran mesa cercana lucía cargada de deliciosas frutas, nueces, pasteles, tortas y otras viandas igualmente tentadoras.
Todos la saludaron con amabilidad y la invitaron a comer y pasar la noche con ellos, pues aquella era la residencia de uno de los Munchkins más ricos de la región, y sus amigos se habían reunido allí para festejar su recién recuperada libertad.
La niña comió con muy buen apetito, siendo atendida personalmente por el dueño de casa, que se llamaba Boq.
Después fue a sentarse en un sillón y observó bailar a los invitados.
—Tú debes ser una gran hechicera —dijo Boq al ver sus zapatos de plata.
—¿Por qué? —preguntó la niña.
—Porque calzas zapatos de plata y has matado a la Bruja Maligna. Además, tienes algo de blanco en tu vestido, y sólo las brujas y hechiceras visten prendas blancas.
—Mi vestido es a cuadros azules y blancos —aclaró Dorothy, alisándose algunas arrugas.
—Eres bondadosa en ese detalle —dijo Boq—. El azul es el color de los Munchkins, y el blanco el de las brujas. Por eso sabemos que eres una bruja buena.
Dorothy no supo qué decir, pues todos parecían creerla una bruja, y ella sabía perfectamente bien que era sólo una niña común a la que un ciclón había arrebatado para depositarla allí por pura casualidad.
Cuando ella se cansó de observar a los bailarines, Boq la condujo a la casa, donde le destinó un bonito cuarto con una cama. Las sábanas eran de tela celeste, y Dorothy durmió entre ellas hasta la mañana, con Toto acurrucado a sus pies.
Comió entonces un abundante desayuno y se entretuvo observando a un diminuto niñito Munchkins que jugaba con Toto, le tiraba de la cola y reía a más y mejor. Toto era algo muy curioso para toda aquella gente, que jamás habían visto un perro hasta entonces.
—¿Queda muy lejos la Ciudad Esmeralda? —preguntó la niña.
—No lo sé; nunca he estado allá —repuso Boq con gravedad—. No conviene que la gente se acerque a Oz, a menos que tenga algún asunto serio que tratar con él. Pero la Ciudad Esmeralda está muy lejos y el viaje te llevará muchos días, y aunque esta región es fértil y agradable, tendrás que pasar por lugares feos y peligrosos antes de llegar al final de tu viaje.
Esto preocupó un tanto a Dorothy, pero comprendió que sólo el Gran Oz podría ayudarla a volver a Kansas, de modo que tomó la valiente resolución de no volverse atrás.
Se despidió de sus amigos y de nuevo partió por el camino de ladrillos amarillos. Cuando hubo andado varios kilómetros pensó que debía detenerse a descansar, de modo que trepó a lo alto de la cerca que corría a la vera del camino y allí se sentó. Más allá de la valla se extendía un gran sembrado de maíz, y no muy lejos de donde se hallaba ella vio a un espantapájaros colocado sobre un poste a fin de mantener alejadas a las aves que querían comerse el grano maduro.
Apoyando la barbilla en la mano, la niña miró con interés al espantapájaros, observando que su cabeza era un saco pequeño relleno de paja, con ojos, nariz y boca pintados para representar la cara. Un viejo sombrero cónico, sin duda de algún Munchkin, descansaba sobre su cabeza, y el resto de su figura lo constituía un traje azul claro, viejo y descolorido, al que también habían rellenado de paja. Por pies tenía un par de viejas botas con adornos celestes, tal como las que usaban todos los hombres de la región, y todo el muñeco se elevaba por sobre el sembrado gracias al palo que le atravesaba la espalda.
Mientras Dorothy miraba con gran interés la extraña cara pintada del espantapájaros, se sorprendió al ver que uno de los ojos le hacía un lento guiño. Al principio creyó haberse equivocado, pues ningún espantapájaros de Kansas puede hacer guiños, pero a poco el muñeco la saludó amistosamente con un movimiento de cabeza. La niña descendió entonces de la cerca y fue hacia él, mientras que Toto daba vueltas alrededor del poste ladrando sin cesar.
—Buenos días —dijo el Espantapájaros con voz algo ronca.
—¿Hablaste? —preguntó la niña, muy extrañada. —Claro. ¿Cómo estás?
—Muy bien, gracias —repuso cortésmente Dorothy—. ¿Y cómo estás tú?
—No muy bien —sonrió el Espantapájaros—; es muy aburrido estar colgado aquí noche y día para espantar a los pájaros.
—¿No puedes bajar?
—No, porque tengo el poste metido en la espalda. Si me hicieras el favor de sacar esta madera, te lo agradeceré muchísimo.
Dorothy levantó los brazos y retiró el muñeco del poste, pues, como estaba relleno de paja, no pesaba casi nada.
—Muchísimas gracias —le agradeció el Espantapájaros cuando ella lo hubo colocado sobre el suelo—. Me siento como un hombre nuevo.
La niña estaba intrigada; le parecía muy raro oír hablar a un muñeco de paja y verlo moverse y caminar a su lado.
—¿Quién eres? —preguntó el Espantapájaros una vez que se hubo desperezado a gusto—. ¿Y hacia dónde vas?
—Me llamo Dorothy y voy a la Ciudad Esmeralda para pedir al Gran Oz que me mande de regreso a Kansas.
—¿Dónde está la Ciudad Esmeralda? —inquirió él—. ¿Y quién es Oz?
—¿Cómo? ¿No lo sabes?
—De veras que no. No sé nada. Como ves, estoy relleno de paja, de modo que no tengo sesos —manifestó él en tono apenado.
—¡Oh! Lo siento por ti.
Ey, ¿si voy contigo a la Ciudad Esmeralda, ese Oz me dará un cerebro? — preguntó él.
—No lo sé, pero puedes venir conmigo si quieres. Si Oz no te da un cerebro, no estarás peor de lo que estás ahora.
—Eso es verdad —asintió el muñeco, y en tono confidencial continuó—: Te diré, no me molesta tener el cuerpo relleno de paja, porque así no me hago daño con nada. Si alguien me pisa los pies o me clava un alfiler en el pecho, no tiene importancia porque no lo siento; pero no quiero que la gente me tome por tonto, y si mi cabeza sigue rellena de paja en lugar de tener sesos, como los tienes tú, ¿cómo voy a saber nunca nada?
—Te comprendo perfectamente —asintió la niña, que realmente lo compadecía—. Si me acompañas, pediré a Oz que haga lo que pueda por ti.
—Gracias.
Ambos marcharon hacia el camino, Dorothy le ayudó a saltar la cerca y juntos echaron a andar por la carretera amarilla en dirección a la Ciudad Esmeralda.
Al principio, a Toto no le agradó el nuevo acompañante. Dio vueltas alrededor del muñeco sin dejar de husmearlo como si sospechara que entre la paja había varios nidos de ratones, y a menudo gruñía de manera muy poco amistosa.
—No le hagas caso a Toto —dijo Dorothy a su nuevo amigo—. Nunca muerde.
—No tengo miedo —fue la respuesta—. A la paja no le puede hacer daño. Ahora permite que te lleve la cesta; no me molestará, pues nunca me canso. —Y mientras continuaban la marcha agregó—: Te confiaré un secreto: hay una sola cosa a la que temo en el mundo.
—¿Y qué puede ser? —preguntó Dorothy—. ¿Es el granjero Munchkin que te hizo?
—No —repuso el Espantapájaros—. Sólo le temo al fuego.
CAPÍTULO 4 El camino del bosque
Luego de andar varias horas llegaron a una parte del camino que se hallaba en mal estado y les resultó tan difícil caminar que el Espantapájaros tropezaba a menudo contra los ladrillos que eran allí desiguales y estaban algo flojos. En ciertos sectores se los veía rotos y en otros faltaban totalmente, dejando en su lugar agujeros que Toto salvaba de un salto y a los que Dorothy esquivaba ágilmente. En cuanto al Espantapájaros, como no tenía cerebro, seguía marchando en línea recta, de modo que se metía en los agujeros y caía de bruces sobre los duros ladrillos. Empero, eso no le hacía daño, y Dorothy lo levantaba y lo ponía de nuevo en pie, mientras que él se reía de su propia torpeza.
Las granjas de aquellos lugares no estaban tan cuidadas como las del lugar del que habían partido. Había menos casas y menos árboles frutales, y cuanto más avanzaban tanto más lúgubre y solitaria se tornaba la región.
Al mediodía se sentaron a la vera del camino, cerca de un arroyuelo, y Dorothy abrió su cesta para sacar un poco de pan, ofreciendo un pedazo a su compañero, quien no lo aceptó.
—Nunca tengo hambre, y es una suerte que así sea, pues mi boca es sólo una raya. Si abriera en ella un agujero para poder comer, se me saldría la paja de que estoy relleno y eso arruinaría la forma de mi cabeza.
Comprendiendo lo acertado de tal razonamiento, la niña asintió y siguió comiendo su pan.
—Cuéntame algo de ti misma y del país del que vienes —pidió el Espantapájaros cuando ella hubo finalizado su comida.
Dorothy le habló entonces de Kansas, de lo gris que era todo allí, y de cómo el ciclón la había llevado hasta ese extraño País de Oz.
—No comprendo por qué deseas irte de este hermoso país y volver a ese lugar tan seco y gris al que llamas Kansas —dijo él después de haberla escuchado con gran atención.
—No lo comprendes porque no tienes sesos —repuso ella—. Por más triste y gris que sea nuestro hogar, la gente de carne y hueso prefiere vivir en él y no en otro sitio, aunque ese otro sitio sea muy hermoso. No hay nada como el hogar.
—Claro que no puedo comprenderlo —suspiró el Espantapájaros—. Si las personas tuvieran la cabeza rellena de paja, como lo está la mía, probablemente vivirían todas en lugares hermosos y entonces no habría nadie en Kansas. Es una suerte para Kansas que tengan ustedes cerebro.
—¿No quieres contarme un cuento mientras descansamos? —pidió la niña. El la miró con expresión de reproche.
—Mi vida ha sido tan breve que en realidad no sé nada de nada. Fíjate que me hicieron antes de ayer, nada más. Así que desconozco todo lo que pasó en el mundo antes de ese día. Por suerte, cuando el granjero formó mi cabeza, una de las primeras cosas que hizo fue pintarme las orejas, de modo que pude oír lo que se hablaba a mi alrededor. Había otro Munchkin con él; y lo primero que oí fue al granjero que decía:
—¿Qué te parecen estas orejas?
—No están parejas —contestó el otro.
—No importa —dijo el granjero—. De todos modos, son orejas.
Lo cual era muy cierto.
—Ahora le haré los ojos —agregó.
Me pintó el ojo derecho, y no bien estuvo terminado me encontré mirándolo a él y a todo lo que me rodeaba, y te aseguro que mi curiosidad fue enorme, pues era la primera vez que veía el mundo.
—Ese ojo no está del todo mal —comentó el Munchkin que observaba a mi amo—. El azul es el color indicado.
—Creo que el otro lo haré un poco más grande— respondió el granjero.
Y cuando estuvo listo el otro ojo pude ver mucho mejor que antes. Después me hizo la nariz y la boca. Pero no hablé, pues en ese momento ignoraba para qué me servía la boca. Tuve el gusto de verlos hacer mi cuerpo, mis brazos y piernas. Y cuando al fin me colocaron encima la cabeza, me sentí muy orgulloso, pues pensé que era tan hombre como cualquiera.
—Este muñeco asustará de veras a los pájaros —opinó el granjero—. Parece un hombre.
—En verdad que es un hombre —declaró el otro, y yo estuve de acuerdo con él.
—El granjero me llevó entonces al sembrado y me puso sobre ese poste donde me encontraste, luego de lo cual se fueron ambos, dejándome solo.
No me agradó que me abandonaran así, de modo que traté de seguirlos; pero mis pies no tocaban el suelo y tuve que quedarme colgado del poste. Realmente, era una vida muy solitaria, ya que no tenía nada en que pensar, porque hacía tan poco que me habían hecho. Muchos cuervos y otras aves llegaron volando al sembrado; pero no bien me veían se alejaban de nuevo, creyendo que yo era un Munchkin, lo cual me agradó y me hizo sentir muy importante. Después, un viejo cuervo se fue acercando poco a poco y, luego de observarme con gran atención, se posó sobre mi hombro y dijo:
—¿Habrá querido ese granjero engañarme de manera tan torpe? Cualquier cuervo con un poco de sentido común se daría cuenta de que estás relleno de paja.
Después saltó a tierra y comió todo el maíz que quiso. Los otros pajarracos, al ver que yo no le hacía daño al primero, también se acercaron a comer, de modo que en pocos minutos me rodeaba una gran bandada de ellos.
Esto me entristeció, pues indicaba que, al fin y al cabo, no era yo gran cosa como Espantapájaros, pero el viejo cuervo me consoló con estas palabras:
—Si tuvieras cerebro serías tan hombre como cualquiera de ellos. El cerebro es lo único que vale la pena tener en este mundo, sea uno cuervo u hombre.
Después que se fueron los cuervos, me puse a pensar en esto y decidí esforzarme por conseguir un cerebro. Por suerte para mí, llegaste tú y me sacaste del poste y, por lo que dices, estoy seguro de que el Gran Oz me dará un cerebro no bien lleguemos a la Ciudad Esmeralda.
—Así lo espero —asintió Dorothy con fervor—, ya que estás tan ansioso por tenerlo.
—Sí que lo estoy —dijo el Espantapájaros—. Es feísimo saberse tonto.
—Bueno, sigamos —decidió la niña, dando la cesta a su compañero.
Ahora no había vallas bordeando el camino; y el terreno estaba descuidado y lleno de malezas. Hacia el atardecer llegaron a un bosque donde los árboles eran tan grandes y crecían tan juntos uno de otro que sus ramas se unían por sobre el sendero amarillo. Aquello estaba muy oscuro, pues las hojas impedían el paso de la luz del día, pero los viajeros siguieron adelante sin temor, internándose en el bosque.
—Si el camino entra allí, por algún sitio ha de salir —dijo el Espantapájaros—, y como la Ciudad Esmeralda está al extremo del camino, tendremos que seguirlo dondequiera que nos lleve.
—Cualquiera se daría cuenta de ello —repuso Dorothy.
—Claro, es por eso que lo sé. Si se necesitara cerebro para adivinarlo, jamás me habría percatado de ello.
Al cabo de una hora o dos terminó de oscurecer y ambos se encontraron marchando a tientas y tropezando a cada momento. Dorothy no veía nada, pero Toto sí, pues algunos perros ven bien en la oscuridad, y el Espantapájaros afirmó que podía ver tan bien como si fuera de día. Así, pues, la niña se tomó de su brazo y pudo continuar sin mayores inconvenientes.
—Si ves alguna casa donde podamos pasar la noche, dímelo —pidió a su acompañante—; resulta muy molesto esto de marchar a tientas.
Poco después se detuvo el Espantapájaros.
—A nuestra derecha veo una casita de troncos — anunció—. ¿Vamos allá?
—Sí —respondió ella—. Estoy agotada.
Guiada por su compañero, la niña pasó por entre los árboles hasta llegar a la casita, en cuyo interior hallaron un lecho de ramillas y hojas secas. Dorothy se acostó en seguida, con Toto a sus pies, y no tardó ni un minuto en
quedarse profundamente dormida. El
Espantapájaros, que nunca se cansaba, se quedó parado en un rincón y allí esperó pacientemente hasta que llegó la mañana.
CAPÍTULO 5 El Leñador de Hojalata
Cuando despertó Dorothy, el sol filtraba su luz por entre los árboles y Toto hacía rato que correteaba persiguiendo a los pajaritos del bosque. El Espantapájaros, por su parte, se hallaba de pie en el rincón, esperándola pacientemente.
—Tenemos que ir a buscar agua —le dijo ella.
—¿Para qué la quieres?
—Para lavarme la cara y para beber, a fin de que este pan seco no se me atasque en la garganta.
—Debe ser molesto estar hecho de carne —comentó él en tono meditativo—, pues tienes que dormir, comer y beber. Claro que, por otra parte, tienes cerebro, y eso compensa todos los otros inconvenientes.
Salieron de la casita y marcharon por entre los árboles hasta hallar un manantial de agua dulce donde Dorothy pudo beber y asearse, luego de lo cual comió su desayuno. Al ver que no le quedaba mucho pan en la cesta, se alegró de que el Espantapájaros no tuviera necesidad de comer, ya que apenas tenía lo suficiente para ella y para Toto, y sólo para un día.
Cuando hubo terminado de comer y se disponía a regresar al camino amarillo, la sobresaltó un profundo gemido que se oyó muy cerca.
—¿Qué fue eso? —preguntó en voz baja.
—No lo sé —repuso el Espantapájaros—, pero podemos ir a ver.
En ese momento oyeron otro gemido, procedente de algún lugar a sus espaldas. Girando sobre sus talones, se internaron unos pasos en el bosque y Dorothy descubrió entonces algo que brillaba a los rayos del sol. Corrió en seguida hacia el lugar y se detuvo de pronto lanzando un grito de sorpresa.
Uno de los árboles tenía el tronco casi enteramente cortado a hachazos, y de pie a su lado, con un hacha en sus manos levantadas, se hallaba un hombre hecho por completo de hojalata. La cabeza, los brazos y las piernas se unían al cuerpo por medio de juntas articuladas, pero la figura estaba perfectamente quieta, como si no pudiera moverse en absoluto.
Dorothy lo contempló asombrada, lo mismo que el Espantapájaros, mientras que Toto lanzaba un ladrido y mordía una de las piernas de hojalata sin causar el menor efecto en ella.
—¿Gemiste tú? —preguntó la niña.
—Sí —repuso el hombre de hojalata—. He estado gimiendo por más de un año, y hasta ahora no me había oído nadie.
—¿Qué puedo hacer por ti? —murmuró
Dorothy, muy conmovida ante el tono dolorido con que hablaba el hombre.
—Ve a buscar una lata de aceite y lubrícame las coyunturas —pidió él—. Están tan oxidadas que no puedo moverlas. Si me las aceitan, en seguida mejorarán. Hallarás la aceitera en un estante de mi casita.
Dorothy corrió en seguida hacia la casita donde había pasado la noche, halló la lata de aceite y volvió con ella a toda prisa.
—¿Dónde tienes las coyunturas? —preguntó.
—Acéitame primero el cuello —respondió el Leñador de Hojalata.
Así lo hizo la niña, y como estaba muy oxidado, el Espantapájaros asió la cabeza de hojalata y la movió de un lado a otro hasta que la hubo aflojado y su dueño pudo hacerla girar.
—Ahora acéitame las articulaciones de los brazos— pidió el Leñador.
Así lo hizo Dorothy, y el Espantapájaros se los dobló con gran cuidado hasta que quedaron libres de herrumbre y tan buenos como nuevos.
El Leñador lanzó un suspiro de satisfacción mientras bajaba su hacha y la apoyaba contra el árbol.
—¡Qué bien me siento! —dijo—. He estado sosteniendo el hacha desde que me oxidé y en verdad que me alegro de poder dejarla. Ahora, si me aceitan las articulaciones de las piernas, estaré completamente bien.
Le aceitaron las piernas hasta que pudo moverlas con entera libertad sin dejar de darles las gracias una y otra vez por su liberación, pues parecía ser un personaje muy cortés y agradecido.
—Me hubiera quedado allí para siempre si no hubiesen venido ustedes —expresó—, así que en realidad me han salvado la vida. ¿Cómo es que pasaron por aquí?
—Vamos de camino hacia la Ciudad Esmeralda para ver al Gran Oz—contestó la niña—, y nos detuvimos en tu casita a pasar la noche.
—¿Para qué quieren ver a Oz?
—Yo deseo que me envíe de regreso a Kansas, y el Espantapájaros va a pedirle que le dé un cerebro.
El Leñador pareció meditar un momento. Luego dijo: —¿Te parece que Oz podría darme un corazón?
—Supongo que sí —contestó Dorothy—. Sería tan fácil como darle un cerebro al Espantapájaros.
—Es cierto —concordó el Leñador de Hojalata—. Entonces, si me permiten unirme a ustedes, yo también iré a la Ciudad Esmeralda para pedir a Oz que me ayude.
—Acompáñanos —le invitó cordialmente el Espantapájaros, y Dorothy agregó que le encantaría tenerlo por compañero.
Así, pues, el Leñador se echó al hombro su hacha y los tres marcharon por el bosque hasta llegar al camino pavimentado con ladrillos amarillos.
El Leñador había pedido a Dorothy que llevara la aceitera en su cesta.
—Porque la voy a necesitar mucho si me sorprende la lluvia y vuelvo a oxidarme — explicó.
Fue una suerte que se les hubiera unido el Leñador, ya que poco después de reanudar el viaje llegaron a un sitio donde los árboles y las ramas crecían con tal profusión sobre el camino que los viajeros no pudieron pasar. Pero el Leñador se puso a trabajar con su hacha de manera tan empeñosa que muy pronto abrió un paso para todos ellos.
Dorothy iba tan distraída mientras marchaban que no se dio cuenta cuando el Espantapájaros tropezó con un hoyo y cayó rodando a un costado del camino mientras gritaba pidiendo que lo ayudaran.
—¿Por qué no esquivaste el hoyo? —le preguntó el Leñador. —Me falta inteligencia —fue la alegre respuesta—. Tengo la cabeza llena de paja, ¿sabes?, y es por eso que voy a ver a Oz para que me dé un cerebro.
—¡Ah!, ya entiendo. Pero, al fin y al cabo, un cerebro no es lo mejor que hay en el mundo.
—¿Tú lo tienes?
—No, mi cabeza está enteramente vacía — contestó el Leñador—. Pero en un tiempo tuve cerebro, y también corazón, y, como he tenido ambos, prefiero el corazón.
—¿Y eso por qué? —quiso saber el
Espantapájaros.
—Te contaré mi historia y entonces lo sabrás.
Y mientras marchaban por el bosque, el Leñador relató la siguiente historia:
—Soy hijo de un leñador que cortaba los árboles del bosque y vendía la madera. Cuando crecí, yo también me hice leñador, y después de morir mi padre me hice cargo de mi anciana madre hasta que la perdí. Entonces resolví que, en lugar de vivir solo, me casaría a fin de estar acompañado.
—Había una joven Munchkin tan hermosa que pronto me enamoré de ella con todo mi corazón. Por su parte ella prometió casarse conmigo no bien ganara yo lo suficiente para construir una casa mejor para ella. Para lograrlo, me puse a trabajar con más ahínco que antes. Pero la muchacha vivía con una vieja que no deseaba que se casara con nadie, pues era tan holgazana que la necesitaba para los quehaceres
domésticos. Esta vieja fue a ver a la Maligna Bruja del Oriente y le prometió dos ovejas y una vaca si evitaba el casamiento. La Bruja hechizó entonces mi hacha, y un día en que estaba yo trabajando a más y mejor, deseoso de ganar dinero pronto para casarme, el hacha se resbaló de mis manos y me cercenó la pierna izquierda.
Al principio me pareció esto una gran desgracia, pues comprendí que un cojo no sería muy buen leñador. Entonces fui a ver al hojalatero y me hice hacer una pierna de hojalata, la que me sirvió bastante bien una vez que me hube acostumbrado a ella. Pero mi proceder enfureció a la Bruja, que había prometido a la vieja que yo no me casaría con la bonita niña Munchkin. Cuando fui otra vez a trabajar, el hacha se me escapó de nuevo y me cortó la pierna derecha. Otra vez fui a ver al hojalatero y obtuve otra pierna de hojalata. Después de esto el hacha hechizada me cortó los brazos, pero, sin amilanarme en lo más mínimo, los reemplacé por otros de hojalata. Entonces la Bruja Maligna hizo que el hacha se deslizara nuevamente y me cortara la cabeza, y en el primer momento creí que allí terminaría mi vida; pero el hojalatero pasó entonces por casualidad y me hizo una cabeza nueva con hojalata.
Creí que ya había vencido a la Bruja Maligna, y trabajé con más entusiasmo que antes, pero poco imaginaba lo cruel que podía ser mi enemiga. Ideó un nuevo método para matar mi amor por la hermosa niña Munchkin e hizo deslizar otra vez mi hacha de modo que me cortara todo el cuerpo, dividiéndome en dos. De nuevo apareció el hojalatero, quien me hizo un cuerpo de hojalata, asegurando a él mis brazos, piernas y cabeza por medio de articulaciones, de modo que pude moverme tan bien como siempre. Pero, ¡ay!, ahora no tenía corazón, de modo que olvidé mi amor por la joven Munchkin y ya no me importó si me casaba con ella o no. Supongo que todavía sigue viviendo con la vieja y esperando que yo vaya a buscarla.
Mi cuerpo brillaba tanto al sol que me sentí orgulloso de él, y ahora no importaba que se me deslizara el hacha, porque ya no podía cortarme. El único peligro era que se me oxidaran las articulaciones. Pero en mi casita tenía a mano una lata de aceite y siempre me lubricaba cuando era necesario hacerlo. Sin embargo, llegó un día en que me olvidé de este detalle y me sorprendió una lluvia. Antes de darme plena cuenta del peligro, mis articulaciones se habían herrumbrado y quedé de pie en el bosque hasta que llegaron ustedes a ayudarme. Fue terrible mi sufrimiento, pero durante el año que pasé allí tuve tiempo para pensar que la pérdida más grande que había soportado era la carencia de corazón. Mientras estaba enamorado fui el hombre más feliz de la tierra; pero el que no tiene corazón no puede amar, y por eso decidí ir a pedir a Oz que me dé uno. Si lo hace, volveré a buscar a la niña Munchkin y me casaré con ella.
Tanto Dorothy como el Espantapájaros habían escuchado con gran interés el relato del Leñador, y ahora comprendían por qué estaba tan deseoso de obtener un nuevo corazón.
—Sin embargo —dijo el Espantapájaros—, yo pediré un cerebro en vez de un corazón, pues un tonto sin sesos no sabría qué hacer con su corazón si lo tuviera.
—Yo prefiero el corazón —replicó el Leñador—, porque el cerebro no lo hace a uno feliz, y la felicidad es lo mejor que hay en el mundo.
Dorothy guardó silencio; ignoraba cuál de sus dos amigos tenía la razón, y se dijo que si sólo podía regresar al lado de su tía Em, poco importaría que el Leñador no tuviera cerebro y el Espantapájaros careciera de corazón, o que cada uno obtuviera lo que deseaba.
Lo que más la preocupaba era que ya quedaba muy poco pan, y una comida más para ella y para Toto lo agotaría por completo. Claro que el Leñador y el Espantapájaros no necesitaban alimento, pero ella no estaba hecha de hojalata ni de paja, y no podía vivir sin comer.
CAPÍTULO 6 El León cobarde
Dorothy y sus compañeros continuaban marchando por el tupido bosque. El camino seguía pavimentado con ladrillos amarillos, pero en aquellos lugares estaban casi enteramente cubiertos por ramas secas y hojas muertas caídas de los árboles, de manera que no resultaba fácil caminar, Había pocos pájaros en los alrededores, porque a las aves les gusta el cielo abierto, donde el sol brilla sin obstáculos. Pero de tanto en tanto se oía algún rugido proveniente de la garganta de animales salvajes ocultos entre la arboleda. Estos ruidos hicieron acelerar los latidos del corazón de la niña, pues ignoraba de qué se trataba, pero Toto lo sabía, y marchaba muy cerca de Dorothy, sin atreverse a contestar con sus ladridos.
—¿Cuánto tardaremos en salir del bosque? —preguntó ella al Leñador.
—No lo sé —fue la respuesta—. Nunca ha ido a la Ciudad Esmeralda, aunque mi padre fue una vez, cuando yo era pequeño, y dijo que había tenido que viajar mucho tiempo, a través de regiones peligrosas, aunque cerca de Oz cambia el paisaje y se hace muy hermoso. Pero yo no temo a nada mientras lleve conmigo mi lata de aceite, y nada puede hacer daño al
Espantapájaros, mientras que tú llevas en la frente la marca del beso de la Bruja Buena, que te protegerá de todo mal.
—¿Pero y Toto? —inquirió la niña en tono ansioso—. ¿Qué puede protegerlo?
—Lo protegeremos nosotros si corre peligro —respondió el Leñador.
Cuando así hablaba se oyó un terrible rugido, y un momento después saltó al camino un león enorme. De un solo zarpazo lanzó rodando al Espantapájaros hacia un costado del sendero, y luego asestó un golpe con sus agudas garras al Leñador. Pero, para su gran sorpresa, no hizo la menor mella en la hojalata, aunque el Leñador se desplomó en el suelo y allí se quedó inmóvil.
El pequeño Toto, ahora que debía enfrentarse a un enemigo, corrió ladrando hacia el león, y la enorme bestia había abierto ya sus fauces para matar al can cuando la niña, temerosa por la vida de Toto, y sin prestar atención al peligro, avanzó corriendo y golpeó con fuerza la nariz de la fiera al tiempo que exclamaba:
—¡No te atrevas a morder a Toto! ¡Deberías avergonzarte!
¡Tan grande y queriendo abusarte de un perro tan chiquito!
—No lo mordí —protestó el León, mientras se acariciaba la nariz dolorida.
—No, pero lo intentaste —repuso ella—. No eres otra cosa que un cobarde.
—Ya lo sé —contestó el León, muy avergonzado—. Siempre lo he sabido. ¿Pero cómo puedo evitarlo?
—No me lo preguntes a mí. ¡Pensar que atacaste a un pobre hombre relleno de paja como el Espantapájaros!
—¿Está relleno de paja? —inquirió el León con gran sorpresa, mientras la observaba levantar al Espantapájaros ponerlo de pie y darle forma de nuevo.
—Claro que sí —dijo Dorothy, todavía enfadada.
—¡Por eso cayó tan fácilmente! —exclamó el León—. Me asombró verlo girar así ¿Este otro también está relleno de paja?
—No; está hecho de hojalata —contestó Dorothy, ayudando al Leñador a ponerse de pie.
—Por eso me desafilo las garras. Cuando rasqué esa lata, me estremecí todo. ¿Qué animal es ese que tanto quieres?
—Es Toto, mi perro.
—¿Es de hojalata o está relleno de paja?
—Ninguna de las dos cosas. Es un… un… perro de carne y hueso.
—¡Vaya! Es un animalito raro y, ahora que lo miro bien, bastante pequeño. Sólo a un cobarde como yo se le ocurriría morder a un animalito tan pequeño —manifestó el León con acento apenado.
—¿Y por qué eres cobarde? —preguntó Dorothy, mirándole con extrañeza, pues era tan grande como una jaca.
—Es un misterio —fue la respuesta—. Supongo que nací así. Como es natural, todos los otros animales del bosque esperan que sea valiente, pues en todas partes saben que el león es el Rey de las Bestias. Me di cuenta de que si rugía con bastante fuerza, todo ser viviente se asustaba y se apartaba de mi camino. Siempre que me he encontrado con un hombre he tenido miedo, pánico, pero no tenía más remedio que lanzar un rugido para ponerlo en fuga. Si los elefantes y los tigres y los osos hubieran tratado alguna vez de pelear conmigo, yo habría salido corriendo, por lo cobarde que soy… pero en cuanto me oyen rugir, todos tratan de alejarse de mí y, por supuesto, yo los dejo ir.
—Pero eso no está bien —objetó el Espantapájaros—. El Rey de las Bestias no debería ser un cobarde.
—Ya lo sé. —El León se enjugó una lágrima con su zarpa—. Es mi pena más grande, y lo que me produce mi mayor desdicha. Pero donde quiera que haya algún peligro, se me aceleran los latidos del corazón.
—Puede ser que lo tengas enfermo —aventuró el Leñador. —Podría ser —asintió el León.
—Si es así, deberías alegrarte, pues ello prueba que tienes corazón —manifestó el hombre de hojalata—. Por mi parte, yo no lo tengo, de modo que no se me puede enfermar.
—Quizá si tuviera corazón, no sería tan cobarde.
—¿Tienes cerebro? —le preguntó el
Espantapájaros.
—Supongo que sí —dijo el León—. Nunca me he mirado para comprobarlo.
—Yo voy a ver al Gran Oz para pedirle que me dé un cerebro, pues tengo la cabeza rellena de paja —expresó el Espantapájaros.
—Y yo voy a pedirle un corazón —terció el Leñador.
—Y yo a pedirle que me mande con Toto de regreso a Kansas —añadió Dorothy.
—¿Les parece que Oz podría darme valor? —preguntó el León cobarde.
—Con tanta facilidad como podría darme sesos a mí —dijo el Espantapájaros.
—A mí un corazón —manifestó el Leñador.
—O mandarme a mí de regreso a Kansas —terminó Dorothy.
—Entonces si no tienen inconveniente, iré con ustedes —expresó el León—, pues ya no puedo seguir soportando la vida sin valor.
—Encantados de tenerte con nosotros —aceptó Dorothy—. Tú nos ayudarás a mantener alejadas a las otras fieras. Me parece que deben de ser más cobardes que tú si te permiten asustarlas con tanta facilidad.
—De veras que lo son —asintió el León—; pero eso no me hace más valiente, y mientras sepa que soy un cobarde me sentiré muy desdichado.
Y así, una vez más, el grupito partió de viaje, con el León marchando majestuosamente al lado de Dorothy. Al principio, a Toto no le agradó este nuevo compañero, porque no podía olvidar lo cerca que había estado de ser víctima de las enormes fauces del felino; pero al cabo de un tiempo se sintió más tranquilo y al fin se hizo muy buen amigo del León cobarde.
Durante el resto de ese día no hubo otras aventuras que turbaran la paz del viaje. Eso sí, en una oportunidad, el Leñador pisó un escarabajo que se arrastraba por el camino y lo mató, lo cual le apenó mucho, pues se cuidaba siempre de no hacer daño a ningún ser viviente, y mientras continuaba marchando empezó a llorar con gran pesar. Las lágrimas se deslizaron lentamente por su cara hasta las articulaciones de su quijada, y allí oxidaron la hojalata. Poco después, cuando Dorothy le hizo una pregunta, el Leñador no pudo abrir la boca, porque tenía herrumbrada la articulación. Muy asustado por esto, le hizo señales a la niña para que lo socorriera, mas ella no le entendió. El León tampoco podía comprender qué le pasaba. Pero el Espantapájaros tomó la aceitera de la cesta de Dorothy y echó aceite en la quijada del Leñador, y al cabo de pocos minutos el hombre de hojalata pudo volver a hablar como siempre.
—Esto me enseñará a mirar por dónde camino —dijo entonces—. Si llegara a matar a otro bicho es seguro que volvería a llorar, y las lágrimas me oxidan la mandíbula de tal manera que me es imposible hablar.
De allí en adelante marchó con gran cuidado, fijos los ojos en el camino, y al ver alguna hormiga u otro insecto que se arrastraba por tierra, se apartaba con rapidez a fin de no hacerle daño. El Leñador de Hojalata sabía muy bien que no tenía corazón, razón por la cual se esforzaba más que todos por no ser cruel con nada ni con nadie.
—Ustedes los que poseen corazón tienen algo que los guía y no necesitan equivocarse —manifestó—; pero yo no lo tengo y por eso debo cuidarme mucho. Cuando Oz me dé un corazón, entonces ya no me preocuparé tanto.
CAPÍTULO 7 En busca del gran Oz
Aquella noche se vieron obligados a acampar en medio del bosque, debajo de un árbol gigantesco, pues no se veía vivienda alguna por los alrededores. El árbol los protegió muy bien del rocío, y el Leñador cortó una buena cantidad de madera con su hacha, mientras que Dorothy hizo una espléndida fogata que la calentó bastante, haciéndola sentirse menos sola. Ella y Toto comieron los últimos restos del pan, y la niña se dio cuenta ahora de que no habría desayuno para ellos.
—Si quieres, me adentraré en el bosque y mataré un ciervo para ti —ofreció el León—. Puedes asarlo con este fuego, ya que tienes esa costumbre tan rara de cocinar las viandas, y así tendrás un buen desayuno por la mañana. —¡No! ¡Por favor, no! —rogó el Leñador—. Seguro que me pondría a llorar si mataras a un pobre ciervo, y entonces se me oxidaría de nuevo la mandíbula.
Pero el León se internó en el bosque a buscar su propia cena, y nadie supo nunca qué comió esa noche, porque no lo dijo. Y el Espantapájaros halló un árbol lleno de nueces que puso en la cesta de Dorothy a fin de que no pasara hambre por un largo tiempo. A la niña le agradó mucho esta atención tan bondadosa del Espantapájaros, aunque rió a más y mejor al ver su torpe manera de recoger las nueces. Sus manos rellenas eran tan poco ágiles y las nueces tan pequeñas que dejó caer tantas como tantas puso en la cesta; pero al Espantapájaros no le preocupó el tiempo que le llevara llenar el recipiente, ya que esto lo mantenía alejado del fuego, pues la verdad es que temía que saltara una chispa y lo consumiera por completo. Por ello se mantuvo a buena distancia de las llamas, y sólo se acercó a Dorothy para cubrirla con hojas secas cuando la niña se acostó a dormir, lo cual la mantuvo abrigada y cómoda hasta la mañana.
Al amanecer, Dorothy se lavó la cara con el agua de un arroyo cantarino y poco después partieron de nuevo hacia la Ciudad Esmeralda.
El día iba a ser muy ajetreado para los viajeros. No habían caminado más de una hora cuando vieron ante ellos una gran zanja que cruzaba el camino y parecía dividir el bosque en dos partes hasta donde la vista alcanzaba. Era muy ancha y cuando se acercaron cautelosamente hasta el borde, observaron su gran profundidad y las numerosas piedras afiladas que salpicaban el fondo. Sus costados eran tan empinados que ninguno de ellos podría deslizarse hasta abajo o subir de nuevo por la parte opuesta, y por el momento pareció que allí iba a terminar el viaje.
—¿Qué hacemos ahora? —suspiró Dorothy.
—No tengo la menor idea —dijo el Leñador, mientras que el León agitaba su melenuda cabeza y parecía sumirse en profundas meditaciones.
—Es seguro que no podemos volar —dijo por su parte el Espantapájaros—. Tampoco podemos bajar al fondo de este zanjón tan profundo. Por lo tanto, si no podemos saltarlo, tendremos que quedamos donde estamos.
—Yo creo que puedo saltarlo —expresó el León cobarde luego de medir la distancia con la mirada.
—Entonces estamos salvados —aprobó el Espantapájaros—; tú puedes llevarnos sobre tu lomo a todos nosotros, por una vez.
—Bien, lo intentaré —asintió el León—. ¿Quién irá primero?
—Yo —se ofreció el hombre de paja—, porque si no lograras salvar esa distancia, Dorothy podría matarse o el Leñador se abollaría todo contra las piedras de abajo; pero si me llevas a mí eso no importaría mucho, ya que la caída no me haría daño alguno.
—Yo mismo tengo un miedo terrible de caer —confesó el felino—. Pero supongo que no queda otra alternativa que intentarlo, así que monta sobre mi lomo y haremos la prueba.
El Espantapájaros se instaló sobre el lomo del León, y la enorme fiera fue hasta el borde del barranco y se agazapó.
—¿Por qué no tomas impulso para saltar? —preguntó el hombre de paja.
—Porque los leones no lo hacemos así —fue la respuesta.
Después haciendo un tremendo esfuerzo, voló por el aire y fue a posarse con gran suavidad en el otro lado del zanjón. Todos se sintieron encantados de ver la facilidad con que lo había hecho, y después que el Espantapájaros se apeó de su lomo, el León volvió a saltar sobre la hendidura.
Como decidió ser la próxima, Dorothy tomó a Toto en sus brazos y se instaló sobre el lomo del León, agarrándose fuertemente de la melena con una mano. Un momento después le pareció como si volaran por el aire, y luego, antes de darse cuenta de nada más, ya estaban a salvo en el otro lado. El León volvió por tercera vez para trasladar al Leñador, y después se sentaron un rato a fin de dejar descansar a la fiera, pues sus grandes saltos le habían cortado el aliento y jadeaba como un enorme perro que hubiera corrido demasiado.
De ese otro lado, el bosque se presentaba muy tupido, oscuro y bastante lúgubre. Después que el León hubo descansado, continuaron su marcha por el camino amarillo preguntándose cada uno de ellos si alguna vez saldrían de aquella espesura para volver a ver la luz del sol. Para colmo de males, empezaron a oír ciertos ruidos misteriosos procedentes de lo profundo del bosque, y el León les susurró que era en aquella región donde vivían los Kalidahs.
—¿Qué son los Kalidahs? —preguntó Dorothy.
—Unas fieras monstruosas con cuerpos de osos y cabezas de tigres —contestó el León—. Sus garras son tan largas y filosas que podrían abrirme en dos con tanta facilidad como podría yo matar a Toto. Les tengo un miedo terrible a los Kalidahs.
—Y no me extraña —dijo Dorothy—. Deben ser bestias horribles.
El León estaba por contestar cuando llegaron a otro barranco, pero éste era tan ancho y profundo que el felino comprendió al instante que no podría salvarlo de un salto.
Se sentaron entonces a pensar en lo que podrían hacer, y luego de mucho meditar dijo el Espantapájaros:
—Allí hay un árbol muy alto que crece a un costado del abismo. Si el Leñador puede cortarlo de manera que su parte superior caiga del otro lado, podría servirnos de puente.
—¡Espléndida idea! —aprobó el León—. Casi sospecharía que tienes sesos en la cabeza en lugar de paja.
El Leñador puso manos a la obra sin perder tiempo, y tan filosa era su hacha que no tardó en cortar casi todo el tronco. El León apoyó entonces sus fuertes garras contra el árbol y empujó con gran energía, logrando inclinar poco a poco al gigante del bosque y hacerlo caer ruidosamente hacia el otro lado del barranco, donde quedó apoyada su copa.
Habían empezado a cruzar por este puente improvisado cuando oyeron un tremendo gruñido que les hizo volverse y, para su gran horror, vieron dos bestias enormes con cuerpo de oso y cabeza de tigre.
—¡Son los Kalidahs! —exclamó el León cobarde, empezando a temblar.
—¡Rápido! —les urgió el Espantapájaros—. Terminemos de cruzar.
Dorothy marchó adelante, con Toto en sus brazos, seguida por el Leñador y, luego, por el Espantapájaros. Aunque tenía mucho miedo, el León se volvió para enfrentar a los Kalidahs, y entonces lanzó un rugido tan terrible y ensordecedor que Dorothy dejó escapar un grito y el Espantapájaros cayó hacia atrás, mientras que aquellas bestias espantosas se detuvieron y miraron sorprendidas al felino.
Pero al darse cuenta de que eran más grandes que el León y, por añadidura, llevaban la ventaja del número, los Kalidahs reanudaron su avance. Por su parte, el León cruzó por el árbol y se volvió para ver qué hacían sus enemigos. Sin detenerse un instante, las terribles fieras empezaron a cruzar también.
Estamos perdidos —dijo el León a Dorothy—.
Seguro que nos harán pedazos con esas garras que tienen. Pero quédate detrás de mí y te defenderé de ellas mientras me dure la vida.
—¡Espera un momento! —intervino el
Espantapájaros.
El hombre de paja había estado pensando qué convendría hacer, y ahora pidió al Leñador que cortara la parte del árbol que reposaba sobre ese lado del barranco. El Leñador empezó a usar su hacha sin demora y, cuando los dos Kalidahs estaban a punto de llegar a ellos, el árbol cayó estrepitosamente al fondo, llevándose consigo a las dos rugientes fieras, las que se hicieron pedazos al dar contra las filosas rocas de abajo.
—Bueno —suspiró aliviado el León cobarde—. Veo que vamos a vivir un poco más, y me alegro de ello, porque debe ser muy incómodo eso de no estar vivo. Esos animales me asustaron tanto que todavía me salta el corazón en el pecho.
—¡Ah! —exclamó apenado el Leñador—. ¡Ojalá tuviera yo un corazón que me saltara en el pecho!
Esta última aventura hizo que los viajeros se sintieran más ansiosos que antes por salir del bosque, y marcharon con tanta rapidez que Dorothy se cansó y tuvo que cabalgar sobre el lomo del León. Para gran alegría de todos, los árboles se fueron tornando cada vez más escasos a medida que avanzaban, y en la tarde llegaron de pronto a la orilla de un ancho río de corriente muy rápida. Del otro lado del agua pudieron ver el camino amarillo que se extendía por una hermosa región de verdes praderas salpicadas de flores y llenas de árboles cargados de frutos deliciosos. Grande fue la alegría de todos al contemplar tanta belleza.
—¿Cómo cruzaremos el río? —preguntó Dorothy. —Muy fácil —respondió el Espantapájaros—. El Leñador nos construirá una balsa para que lleguemos a la otra orilla.
El hombre de hojalata tomó su hacha y se puso a derribar algunos árboles pequeños con los cuales construir la balsa, y mientras él se ocupaba de esto, el Espantapájaros descubrió en la orilla un árbol cargado de sabrosos frutos, lo cual complació mucho a Dorothy, que no había comido más que nueces durante todo el día, y ahora tuvo un buen almuerzo de fruta madura.
Pero lleva mucho tiempo hacer una balsa, aun cuando uno es tan trabajador e incansable como el Leñador de Hojalata, y al llegar la noche todavía no estaba terminado el trabajo. Por consiguiente, buscaron un lugar cómodo bajo un árbol donde pasaron la noche, y Dorothy soñó con la Ciudad Esmeralda y con el buen Mago de Oz que muy pronto la mandaría de regreso al hogar.
CAPÍTULO 8 El campo de amapolas
Nuestro grupito de viajeros despertó la mañana siguiente muy descansado y con grandes esperanzas, y Dorothy comió un principesco desayuno constituido por duraznos y ciruelas de los árboles próximos al río. A sus espaldas quedaba el oscuro bosque que acababan de cruzar sin mayores males, aunque con tantos inconvenientes; pero ante ellos se presentaba la hermosa y soleada región que parecía llamarlos hacia la Ciudad Esmeralda.
Claro que el ancho río los separaba de aquella tierra tan hermosa, pero la balsa estaba casi lista, y luego que el Leñador hubo cortado algunos troncos más y los unió con trozos de madera aguzada, ya estuvieron listos para cruzar. Dorothy se sentó en el centro de la balsa con Toto en sus brazos. Cuando subió el León cobarde, la embarcación se inclinó bastante, pues el felino era grande y pesado, pero el Leñador y el Espantapájaros se pararon sobre el otro extremo para equilibrarla y pudieron partir sin inconveniente alguno.
El hombre de paja y el Leñador impulsaban la balsa con dos largas varas y al principio todo marchó bien; pero cuando llegaron al centro del río la fuerte corriente empezó a arrastrar a la embarcación, alejándola cada vez más del camino amarillo. Además, la profundidad era allí tan grande que las varas no llegaban a tocar el fondo.
—Esto es malo —dijo el Leñador—. Si no podemos llegar a tierra, la corriente nos llevará a la región de la Maligna Bruja de Occidente, que nos esclavizará con sus hechizos.
—Y entonces yo no conseguiría cerebro —dijo el Espantapájaros.
—Ni yo valor —gruñó el León cobarde.
—Ni yo un corazón —gimió el Leñador.
—Y yo no volvería más a Kansas —terminó Dorothy. —Tenemos que tratar por todos los medios de llegar a la Ciudad Esmeralda —continuó el Espantapájaros.
Así diciendo, empujó su vara con tanta fuerza que se le quedó hundida en el barro del fondo. Luego, antes de que pudiera sacarla o soltarla, la balsa fue arrastrada por la corriente y el pobre hombre de paja se quedó colgado de su vara en medio del río.
—¡Adiós! —les gritó.
Todos lamentaron mucho dejarlo. El Leñador empezó a llorar; pero por suerte se acordó de que podía oxidarse y se secó las lágrimas con el delantal de Dorothy.
Naturalmente, lo ocurrido era terrible para el Espantapájaros.
—Ahora estoy peor que cuando conocí a Dorothy —se dijo—. Entonces estaba clavado en un poste en el maizal, donde por lo menos podía fingir que asustaba a los pájaros; pero seguramente que de nada sirve un espantapájaros clavado en medio de un río. Mucho me temo que ya no conseguiré un cerebro.
Mientras tanto, la balsa se iba río abajo, dejando muy atrás al pobre Espantapájaros.
—Tenemos que hacer algo para salvarnos —dijo de pronto el León—. Creo que puedo nadar hasta la costa y llevar conmigo la balsa si ustedes se agarran bien fuerte de mi cola.
Acto seguido se lanzó al agua y el Leñador se asió de su cola mientras que el felino nadaba con gran energía en dirección a la orilla. No era tarea sencilla, a pesar de su fortaleza, pero poco a poco salieron de la parte más fuerte de la corriente y entonces Dorothy tomó la larga vara del Leñador y ayudó a impulsar la balsa hacia tierra.
Estaban agotados cuando al fin llegaron a la costa y pusieron pie sobre la verde hierba. También sabían que la corriente los había llevado muy lejos del camino amarillo que iba hacia la Ciudad Esmeralda.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el Leñador cuando el León se tendió sobre la hierba para secarse al calor del sol.
—De algún modo tenemos que volver al camino —dijo Dorothy.
—Lo mejor será marchar por la orilla hasta que lo hallemos —opinó el León.
Luego, cuando hubieron descansado, Dorothy recogió su cesta y partieron por la herbosa orilla en busca del camino que tan atrás habían dejado. La región era hermosa y había abundancia de flores y árboles frutales que relucían al sol como para alegrar a los viajeros, mas todos ellos estaban apenados por la pérdida del pobre Espantapájaros.
Marcharon lo más rápido que pudieron, deteniéndose Dorothy sólo para recoger una bonita flor, y al cabo de un tiempo exclamó el Leñador:
—¡Miren!
Al mirar hacia el río vieron al Espantapájaros, muy solitario y triste, colgado de su vara en medio del agua.
—¿Qué podemos hacer para salvarlo? —
preguntó Dorothy. El León y el Leñador menearon la cabeza sin saber qué responder. Después se sentaron en la orilla y miraron con pena al Espantapájaros hasta que pasó volando una cigüeña, la que se detuvo al verlos y se posó a descansar al borde del agua.
—¿Quiénes son ustedes y adónde van? —preguntó el ave.
—Yo soy Dorothy —contestó la niña—, y éstos son mis amigos, el Leñador de Hojalata y el León cobarde. Todos vamos hacia la Ciudad
Esmeralda.
—Este no es el camino —manifestó la cigüeña, mientras curvaba el largo cuello para mirar con interés al extraño grupo.
—Ya lo sé —asintió Dorothy—, pero hemos perdido al Espantapájaros y no sabemos cómo rescatarlo.
—¿Dónde está?
—Allá en el río.
—Si no fuera tan grande y pesado, yo podría ir a buscarlo —dijo la cigüeña.
—No pesa casi nada, pues está relleno de paja. Si nos lo traes aquí te estaremos muy agradecidos. —Bueno, lo intentaré —dijo la cigüeña—. Pero si me resulta demasiado pesado, tendré que dejarlo caer de nuevo al agua.
Así diciendo, levantó vuelo sobre el agua hasta llegar donde se hallaba el Espantapájaros colgado de su vara. Una vez allí, asió al hombre de paja por los brazos y lo llevó de vuelta a tierra, donde Dorothy y sus amigos lo esperaban.
Cuando el Espantapájaros se encontró de nuevo entre ellos, se sintió tan feliz que los abrazó a todos, aun al León y a Toto, Y mientras reanudaban su marcha empezó a cantar con gran alegría.
—Pensé que iba a quedarme para siempre en el río —dijo—, pero me salvó esa cigüeña tan bondadosa. Si llego a obtener mi cerebro volveré a buscarla para pagarle este gran favor.
—No tiene importancia —manifestó la cigüeña, que volaba cerca de ellos—. Me agrada ayudar a quien lo necesita. Pero ahora tengo que irme porque me aguardan mis pichones en el nido. Espero que encuentren la Ciudad Esmeralda y que Oz les ayude.
—Gracias —respondió Dorothy cuando el ave se elevaba más en el aire y partía rauda por los cielos.
Siguieron su marcha entretenidos con el canto de los pájaros y el bello espectáculo de las flores ahora tan abundantes que formaban una tupida alfombra sobre el terreno. Eran pimpollos grandes, amarillos, blancos, azules y purpúreos, y entre ellos crecían profusos montones de amapolas tan rojas que su brillo enceguecía casi a Dorothy.
—¿No son hermosas? —dijo la niña, aspirando la fragancia embriagadora de aquellas flores.
—Supongo que sí —contestó el Espantapájaros— Cuando tenga cerebro es probable que me gusten más.
—Si yo tuviera corazón sabría apreciarlas —dijo por su parte el Leñador.
—A mí siempre me gustaron las flores —terció el León—, sobre todo porque parecen tan frágiles e indefensas. Pero en el bosque no las hay tan coloridas como éstas.
Cada vez eran más abundantes las amapolas y más escasas las otras flores, y a poco se hallaron en medio de una pradera completamente cubierta de amapolas. Ahora bien, todos saben que cuando hay una gran cantidad de estas flores, el aroma es tan fuerte que cualquiera que lo aspire se queda dormido, y si el durmiente no es trasladado lejos de ese perfume, lo más fácil es que siga durmiendo para siempre. Dorothy ignoraba esto; además, no podía alejarse de las brillantes flores rojas que había por doquier, de modo que no tardó en sentir caer sus párpados y tuvo la urgente necesidad de sentarse a descansar y dormir.
Mas el Leñador no quiso permitírselo.
—Tenemos que darnos prisa y volver al camino amarillo antes de que oscurezca —recomendó, y el Espantapájaros estuvo de acuerdo con él.
Siguieron caminando hasta que Dorothy ya no pudo permanecer de pie. Se le cerraron los ojos sin que pudiera impedirlo, olvidó todo lo que la rodeaba y cayó dormida entre las amapolas.
—¿Qué hacemos ahora? —exclamó el Leñador.
—Si la dejamos aquí se morirá —dijo el León—. El olor de las flores nos está matando a todos. Yo mismo apenas si puedo mantener los ojos abiertos, y el perro ya se ha dormido.
Era verdad; Toto había caído junto a su amita. Pero como el Espantapájaros y el Leñador no eran de carne y hueso, no se sentían molestos por el aroma de las flores.
—Echa a correr —dijo el Espantapájaros al
León—. Sal de entre estas flores lo más pronto que puedas. Nosotros nos llevaremos a la niña, pero si te duermes tú, no habrá forma de cargarte, pues eres muy pesado.
Así, pues, el León hizo un esfuerzo por despertar totalmente y echó a correr a todo lo que daban sus patas, perdiéndose de vista en pocos segundos.
—Hagamos una silla con las manos para llevarla
—propuso entonces el Espantapájaros
Sin perder tiempo, recogieron a Toto y lo pusieron sobre el regazo de Dorothy. Luego formaron una silla con sus manos y entre ambos se llevaron a la niña. Marcharon y marcharon sin que pareciera que la gran alfombra de aquellas peligrosas flores terminara nunca. Siguieron la curva del río y al fin encontraron a su amigo el León que yacía dormido entre las amapolas. Las flores habían resultado demasiado potentes para la enorme bestia, la que terminó por rendirse y caer a poca distancia de donde terminaba aquel jardín fatal.
—Nada podemos hacer por él —dijo el Leñador con mucha pena—. Pesa demasiado para levantarlo. Tendremos que dejarlo que duerma aquí para siempre, y quizá sueñe que al fin ha encontrado el valor que tanto ansiaba.
—Lo siento mucho —suspiró el
Espantapájaros—. A pesar de ser tan cobarde, era un buen camarada. Pero sigamos adelante.
Llevaron a la dormida Dorothy hasta un bonito sitio junto al río, lo bastante lejos del campo de amapolas como para evitar que siguiera aspirando el fatal perfume. Allí la tendieron con suavidad sobre la hierba y esperaron que la fresca brisa la despertara.
CAPÍTULO 9 La Reina de los ratones
—No creo que estemos muy lejos del camino amarillo —comentó el Espantapájaros mientras se hallaba de pie al lado de la niña—. Hemos caminado casi la misma distancia que nos arrastró el río.
El Leñador estaba por responder cuando oyó un gruñido y, volviendo la cabeza, vio a una bestia extraña que avanzaba a saltos hacia ellos. Se trataba de un gran gato montés, y al Leñador le pareció que debía estar persiguiendo a una presa, pues tenía las orejas echadas hacia atrás y su fea boca mostraba una doble hilera de horribles dientes, mientras que sus ojos rojizos relucían como bolitas de fuego. Cuando el animal se acercó más, el hombre de hojalata vio que huía de él un pequeño ratón gris, y aunque carecía de corazón comprendió que estaba mal que el gato montés quisiera matar a un animalito tan inofensivo como aquél.
Por este motivo levantó su hacha y, al pasar el gato por su lado, le asestó un rápido tajo que le cercenó limpiamente la cabeza.
A verse libre de su enemigo, el ratón se detuvo de pronto, giró sobre sí mismo y marchó hacia el Leñador, diciéndole con voz aflautada:
—¡Gracias! ¡Muchas gracias por salvarme la vida!
—Por favor, ni lo menciones siquiera —repuso el Leñador—. La verdad es que no tengo corazón y por eso me preocupo de ayudar a todos los que necesitan amigos, aunque sólo sean ratones.
—¿Sólo ratones? —exclamó indignado el animalito—. ¡Te diré que soy la Reina de todos los ratones del campo! —¡Vaya, vaya! —dijo el Leñador, haciendo una reverencia. —Por lo tanto, al salvarme la vida has hecho algo muy importante —añadió la Reina.
En ese momento vieron a varios ratones que llegaban corriendo, y que al ver a su Reina exclamaron:
—¡Oh, Majestad, creíamos que te iban a matar! ¿Cómo pudiste esquivar a ese gato salvaje?
Todos ellos se inclinaron tan ceremoniosamente ante su soberana que casi se pararon de cabeza.
—Este extraño hombre de hojalata mató al gato y me salvó la vida —exclamó la Reina—. Por eso, de ahora en adelante deberán ustedes servirlo y obedecer todos sus deseos.
—¡Así lo haremos! —exclamaron a coro los ratones.
Acto seguido se desbandaron en todas direcciones, pues Toto acababa de despertar, y al ver tantos ratones a su alrededor, lanzó un ladrido de júbilo y saltó en medio del grupo. Siempre le había gustado cazar ratones cuando vivía en Kansas y no veía nada malo en ello.
Pero el Leñador lo tomó entre sus brazos y lo contuvo mientras decía a los ratones:
—¡Vuelvan aquí! Toto no les hará daño.
Al oír esto, la Reina asomó la cabeza por debajo de unas hierbas y preguntó con timidez:
—¿Estás seguro de que no nos va a morder?
—No se lo permitiré —dijo el Leñador—. No tengan miedo.
Uno por uno fueron regresando los ratones y Toto no volvió a ladrar, aunque trató de saltar de los brazos del Leñador y lo habría mordido si no hubiera sabido muy bien que era demasiado duro para sus dientes. Al fin habló uno de los ratones más grandes.
—¿Podemos hacer algo para demostrarles nuestro agradecimiento por haber salvado la vida de nuestra Reina?
—No se me ocurre nada —respondió el Leñador.
Por su parte, el Espantapájaros, que había estado tratando de pensar sin conseguirlo debido a que tenía la cabeza rellena de paja, dijo rápidamente:
—¡Ah, sí! Pueden salvar a nuestro amigo el León cobarde que se quedó dormido en el campo de amapolas.
—¿Un león? —exclamó la Reina—. ¡Vamos, si nos comería a todos!
—Nada de eso —afirmó el Espantapájaros—. Este León es un cobarde.
—¿De veras? —preguntó uno de los ratones.
—El mismo lo afirma —fue la respuesta del Espantapájaros—. Además, no haría daño a un amigo nuestro. Si nos ayudan a salvarlo, les aseguro que los tratará bondadosamente.
—Muy bien, confiaremos en ustedes —dijo la Reina—. ¿Pero qué hacemos?
—¿Son muchos tus súbditos y te obedecen todos?
—Claro que sí —le contestó ella.
—Entonces hazlos venir lo antes posible y que cada uno traiga un trozo de cuerda.
La Reina se volvió hacia su séquito y ordenó que partieran en seguida en busca de todos sus súbditos. No bien oyeron la orden, los ratones se dispersaron a toda prisa.
—Ahora ve tú hacia esos árboles que crecen junto al río y construye un carro que sirva para cargar al León —dijo el Espantapájaros al Leñador.
El hombre de hojalata puso manos a la obra sin la menor demora, y muy pronto tuvo listo un carro fabricado con troncos de árboles a los que cortó las ramas y hojas. Aseguró los troncos con clavijas de madera aguzada e hizo las cuatro ruedas con rodajas de un tronco muy grueso. Trabajó con tal diligencia que el vehículo estaba listo cuando empezaron a llegar los ratones.
Venían desde todas direcciones y eran millares, grandes, medianos y pequeños, y cada uno traía en la boca un trozo de cuerda. Fue más o menos entonces cuando Dorothy despertó de su largo sueño y abrió los ojos, asombrándose al encontrarse tendida en la hierba y rodeada por miles de ratones que la miraban con timidez. Pero el Espantapájaros la puso al tanto de todo y luego, volviéndose hacia la Reina, agregó:
—Permíteme que te presente a Su Majestad, la Reina de los ratones.
La niña saludó con gran dignidad y la Reina hizo una reverencia, después de lo cual se acercó afablemente a Dorothy.
El Espantapájaros y el Leñador empezaron a atar los ratones al carro, empleando las cuerdas que éstos habían traído. Un extremo se ataba al cuello de cada ratón y el otro extremo al carro. Claro que el improvisado vehículo era mil veces más grande que cualquiera de los ratones que iba a arrastrarlo, pero cuando estuvieron atados todos ellos, pudieron moverlo con toda facilidad. Tanto es así que el Espantapájaros y el Leñador se sentaron encima y fueron trasladados rápidamente hasta el sitio donde dormía el León.
Después se apresuró la Reina a ordenar a sus súbditos que partieran, pues temía que los ratones se quedaran dormidos si permanecían demasiado tiempo entre las amapolas.
Al principio, a pesar de su gran número, los animalitos casi no podían mover el pesado vehículo, pero empezaron a hacer progresos cuando el Leñador y el Espantapájaros los ayudaron empujando desde atrás, y poco después lograron sacar al León del campo de amapolas en dirección a terreno abierto, donde el felino pudiera respirar de nuevo el aire puro en lugar de la mortal fragancia de las flores.
Dorothy les salió al encuentro y les agradeció sinceramente que hubieran salvado de la muerte a su amigo. Había llegado a tener tanto aprecio al León que se alegraba mucho de que lo hubieran rescatado.
Luego desengancharon a los ratones, los que se alejaron rápidamente en dirección a sus hogares. La Reina fue la última en irse.
—Si alguna vez vuelves a necesitarnos, ven al campo y llámanos —dijo—. Nosotros te oiremos y acudiremos en tu auxilio. ¡Adiós!
—¡Adiós! —respondieron los amigos, y la Reina partió corriendo, mientras que Dorothy sostenía con fuerza a Toto para que no fuera tras ella y la asustara.
Después se sentaron todos al lado del León a esperar que éste despertara. Por su parte, el Espantapájaros fue a arrancar algunas frutas de un árbol cercano para que comiera Dorothy.
CAPÍTULO 10
El guardián de la puerta
Pasó bastante tiempo antes de que despertara el León cobarde, pues había estado mucho rato entre las flores, respirando su venenosa fragancia. Al fin, cuando abrió los ojos y salió del carro, se mostró muy contento de estar vivo todavía.
—Corrí lo más rápido que pude —dijo mientras se sentaba y bostezaba—, pero las flores resultaron demasiado potentes para mí. ¿Cómo me sacaron?
Sus amigos le contaron cómo le habían salvado los ratones del campo, y el León lanzó una carcajada.
—Siempre he creído ser muy grande y terrible. Sin embargo, esas florecillas tan pequeñas estuvieron a punto de matarme y unos animalitos diminutos como son los ratones me salvaron la vida. ¡Qué cosa extraordinaria! Pero, amigos míos, ¿qué hacemos ahora?
—Debemos seguir nuestro viaje hasta hallar de nuevo el camino amarillo —dijo Dorothy—. Después continuaremos la marcha hacia la Ciudad Esmeralda.
Así, pues, una vez que el León se sintió completamente restablecido, reiniciaron su viaje, y tan agradable les resultó marchar por aquellas verdosas praderas cubiertas de césped que casi sin darse cuenta llegaron al camino amarillo y de nuevo tomaron rumbo hacia la Ciudad Esmeralda donde vivía el Gran Oz.
El camino se presentaba ahora liso y bien pavimentado, y la región que lo rodeaba era hermosísima, lo cual hizo que los viajeros se alegraran de dejar atrás el bosque y con él los numerosos peligros que habían encontrado en sus umbrosas profundidades. Una vez más vieron cercas construidas a lo largo del sendero aunque éstas estaban pintadas de verde, como verde era también la primera casita que observaron a su paso. Durante la tarde vieron varias casas más, y a veces salía gente a la puerta para mirarlos como si quisieran hacerles preguntas, pero nadie se acercó ni les dirigió la palabra porque todos temían al enorme León. Aquellos habitantes de la región vestían ropas de color verde esmeralda y lucían sombreros cónicos muy similares a los de los Munchkins.
—Este debe ser el País de Oz —dijo Dorothy—. Sin duda nos acercamos ya a la Ciudad Esmeralda.
—Sí —respondió el Espantapájaros—. Aquí todo es verde, mientras que en el país de los Munchkins el color favorito es el azul. Pero la gente no parece tan amistosa como los Munchkins, y temo que no podremos hallar un sitio donde pasar la noche.
—Me gustaría comer alguna otra cosa que no fuera fruta —manifestó la niña—, y estoy segura de que Toto tiene mucha hambre.
Detengámonos en la próxima casa para hablar con sus ocupantes.
Poco después, cuando llegaron a una granja bastante grande, Dorothy fue hasta la puerta y llamó con los nudillos. Una mujer abrió apenas lo suficiente para mirar hacia afuera y le dijo:
—¿Qué deseas, pequeña? ¿Y por qué te acompaña ese León tan grande?
—Queremos pasar la noche aquí, si nos lo permiten —repuso Dorothy—. El León es mi amigo y no te haría ningún daño.
—¿Es manso? —preguntó la mujer, abriendo un poco más la puerta.
—¡Claro que sí! Además, es un tremendo cobarde. Te tendrá más miedo a ti del que tú le tengas a él.
—Bueno… —murmuró la mujer después de pensarlo y mirar de nuevo al León—…si es así, pueden entrar y les daré algo de comer y un lugar donde dormir.
Entraron entonces en la casa, donde estaban también un hombre y dos niños. El hombre habíase lastimado una pierna y yacía tendido en un sofá del rincón. Todos ellos se sorprendieron bastante al ver al extraño grupo.
Mientras la mujer se ocupaba de tender la mesa, el hombre preguntó:
—¿A dónde van ustedes?
—A la Ciudad Esmeralda para ver al Gran Oz
—respondió Dorothy
—¿De veras? —exclamó el hombre—. ¿Estás segura de que Oz los recibirá?
—¿Por qué no habría de hacerlo?
—Pues, se dice que nunca deja a nadie llegar hasta él. Yo he estado muchas veces en la Ciudad Esmeralda, y les aseguro que es tan bonita como maravillosa; pero jamás me permitieron ver al Gran Oz, y no conozco a ningún ser viviente que lo haya visto.
—¿Nunca sale? —preguntó el Espantapájaros.
—Jamás. Se pasa los días en el gran Salón del Trono de su palacio, y aun los que le sirven jamás le ven cara a cara.
—¿Qué aspecto tiene? —quiso saber la niña.
—No sabría decírtelo —expresó el hombre en tono meditativo—. Verás, Oz es un Gran Mago y puede adoptar la forma que desee, de modo que algunos dicen que parece un pájaro, otros afirman que es como un elefante y los demás que tiene la forma de un gato. Para otros es un hermoso duende o geniecillo o cualquier otra cosa… Pero ningún ser viviente podría decir quién es el verdadero Oz cuando adopta su forma natural.
—¡Qué extraño! —exclamó Dorothy—. Pero de algún modo tendremos que intentar verlo, ya que, de lo contrario, habremos hecho nuestro viaje en vano.
—¿Para qué desean ver a Oz? —quiso saber el granjero.
—Yo quiero que me dé un cerebro —manifestó ansioso el Espantapájaros.
—Eso puede hacerlo con toda facilidad —declaró el dueño de casa—. Tiene más cerebros de los que necesita.
—Y yo deseo un corazón —dijo el Leñador.
—No le resultará difícil —fue la respuesta—. Oz tiene una gran colección de corazones de todos los tamaños y formas imaginables.
—Y yo quiero que me dé valor —dijo el León cobarde.
—Oz tiene una gran caldera llena de valor en su Salón del Trono —le dijo el granjero—. La cubre con un plato de oro para evitar que se derrame. Con mucho gusto te dará un poco.
—Y yo deseo que me mande de regreso a Kansas— expresó Dorothy.
—¿Dónde está Kansas? —preguntó el granjero en tono sorprendido.
—No lo sé —dijo Dorothy con cierta pena—, pero es mi lugar de origen y estoy segura de que está en alguna parte.
—Sin duda alguna. Bueno, el caso es que Oz puede hacer cualquier cosa, así que podrá localizar a Kansas para ti. Pero primero tendrás que verlo, lo cual será una tarea difícil, porque al Gran Mago no le gusta ver a nadie… Pero, ¿qué deseas tú? —preguntó luego, dirigiéndose a Toto.
El perro no hizo más que menear la cola, pues, aunque parezca extraño, no sabía hablar.
La mujer avisó entonces que estaba servida la cena y todos se sentaron a la mesa.
Dorothy comió una sopa deliciosa, huevos revueltos y varios trozos de pan muy bien hecho. El León tomó un poco de sopa, aunque no le agradó mucho, diciendo que tenía cebada y que la cebada era para caballos y no para leones. El Espantapájaros y el Leñador no comieron nada, y Toto engulló un poco de todo, muy contento de poder gozar de nuevo de una buena cena.
La dueña de casa indicó a Dorothy una cama en la que podría dormir con Toto, mientras que el León se puso de guardia a la puerta del dormitorio para que nadie los molestara. El Espantapájaros y el Leñador se pararon en un rincón y estuvieron quietos y silenciosos toda la noche, aunque, claro está, no durmieron en absoluto.
La mañana siguiente, no bien hubo salido el sol, reanudaron su viaje y poco después observaron en el cielo un agradable resplandor verdoso.
—Debe ser la Ciudad Esmeralda —dijo Dorothy.
A medida que avanzaban, el resplandor verdoso se fue tornando cada vez más brillante, lo cual les indicó que estaban llegando al fin de su viaje. Sin embargo, llegó la tarde antes de que llegaran frente a la gran muralla que rodeaba la ciudad. La pared era alta, muy gruesa y de un brillante color verde.
Frente a ellos, donde finalizaba el camino amarillo, se veía una gran puerta doble tachonada de esmeraldas que relucían tanto al sol que hasta los ojos pintados del Espantapájaros quedaron encandilados.
Junto a la puerta había un botón que Dorothy apretó con el dedo, oyendo en seguida un tintineo proveniente del interior. Se abrió con lentitud una hoja de la enorme puerta y al pasar los viajeros se hallaron en una amplia estancia sobre cuyas paredes relucían montones de esmeraldas.
Ante ellos se hallaba un hombrecillo del tamaño de los Munchkins que vestía de pies a cabeza con prendas verdes y hasta la piel tenía de un tinte verdoso. A su lado se veía una gran caja de aquel mismo color.
Al ver a Dorothy y a sus acompañantes, el hombrecillo preguntó:
—¿Qué desean en la Ciudad Esmeralda?
—Hemos venido a ver al Gran Oz —contestó Dorothy. Tanto sorprendió esto al individuo que tuvo que sentarse para pensar un momento. —Hace muchísimos años que nadie me pide ver a Oz —expresó al fin, meneando la cabeza con gran perplejidad—. Es poderoso y terrible, y si vienen ustedes a molestar con alguna tontería las profundas reflexiones del Gran Mago, es posible que se enfade y los destruya en un abrir y cerrar de ojos.
—Pero no se trata de ninguna tontería —replicó el Espantapájaros—. Es algo importante, y nos han dicho que Oz es un buen Mago.
—Eso es cierto, y gobierna la Ciudad
Esmeralda de manera prudente y sabia —manifestó el hombrecillo verde—. Pero para los que no son honrados o quieren verlo por pura curiosidad, es terrible, y son pocos los que han pedido ver su cara. Yo soy el guardián de la puerta, y como piden ver al Gran Oz, tendré que llevarlos a su palacio, pero primero deberán ponerse los anteojos.
—¿Por qué? —preguntó Dorothy.
—Porque si no se pusieran anteojos, el brillo y la gloria de la Ciudad Esmeralda podría cegarlos. Aun los que viven aquí tienen que usar anteojos noche y día. Se los aseguran con llave, pues así lo ordenó Oz cuando se construyó la ciudad, y yo tengo la única llave para abrir las cerraduras.
Abrió la espaciosa caja y Dorothy vio que estaba llena de anteojos de todo tamaño y forma… y todos ellos tenían vidrios verdes. El guardián halló uno apropiado para la niña y se lo puso. Estaba asegurado por dos bandas doradas que rodeaban la cabeza, donde se aseguraba con una cerradura cuya llave llevaba el hombrecillo colgada del cuello. Cuando los tuvo puestos, Dorothy comprobó que no podría sacárselos de ningún modo; pero, claro está, no deseaba que la cegara el resplandor de la Ciudad Esmeralda, razón por la cual no dijo nada.
El hombrecillo puso otros anteojos al Leñador, el Espantapájaros y el León, y aun al pequeño Toto, y aseguró todos ellos con su llavecita.
Después se puso los suyos y les dijo que estaba listo para llevarlos al palacio. Con una llave de oro que descolgó de la pared, abrió una puerta interior y los hizo pasar a las calles de la Ciudad Esmeralda.
CAPÍTULO 11 La Ciudad Esmeralda
Aun con los ojos protegidos por los anteojos verdes, la brillantez de la maravillosa ciudad encandiló al principio a Dorothy y sus amigos. Bordeaban las calles hermosas casas construidas de mármol verde y profusamente tachonadas con esmeraldas relucientes. El grupo de visitantes marchaba sobre un pavimento del mismo mármol verde formado por grandes bloques a los que unían hileras de aquellas mismas piedras preciosas que resplandecían a la luz del sol. Los vidrios de las ventanas eran todos del mismo color verde, y aun el cielo sobre la ciudad tenía un tinte verdoso y los mismos rayos del sol parecían saturados de ese color.
Los transeúntes eran numerosos, tanto hombres como mujeres y niños, y todos vestían de verde y tenían la piel verdosa. Al pasar miraban a Dorothy y a su extraño grupo con expresión asombrada, mientras que los niños corrían a ocultarse detrás de sus madres al ver al León. Pero nadie les dirigió la palabra. Dorothy observó que eran verdes las mercancías exhibidas en las numerosas tiendas de la calle. Se ofrecía en venta golosinas verdosas así como también zapatos, sombreros y ropas de toda clase y de aquel mismo color. En un comercio, un hombre vendía limonada verde, y cuando los niños iban a comprarla, Dorothy vio que la pagaban con monedas del mismo color.
Parecía no haber caballos ni animales de ninguna clase. En cambio, los hombres trasladaban objetos en pequeñas carretillas verdes que empujaban ante sí. Todos parecían felices, satisfechos y prósperos.
El guardián de la puerta los condujo por las calles hasta que llegaron a un gran edificio situado en el centro exacto de la ciudad, y que era el Palacio de Oz, el Gran Mago. Ante la puerta se hallaba de guardia un soldado vestido con uniforme verde y luciendo una larga barba del mismo color.
—Aquí traigo a unos forasteros que quieren ver al Gran Oz —anunció el guardián de la puerta:
—Pasen —invitó el soldado—. Le llevaré el mensaje.
Entraron por la puerta del Palacio y fueron conducidos a una gran estancia alfombrada de verde y con hermosos muebles de ese color tachonados con esmeraldas. El soldado les hizo limpiarse los pies en un felpudo verde antes de que entraran. Cuando se hubieron sentado, les dijo en tono afable:
—Pónganse cómodos mientras voy a la puerta del Salón del Trono y los anuncio a Oz. Tuvieron que esperar largo tiempo hasta que regresó el soldado, y cuando éste llegó al fin, Dorothy preguntó: —¿Has visto a Oz?
—No —fue la respuesta—. Jamás lo he visto. Pero hablé con él mientras se hallaba detrás de su biombo y le di vuestro mensaje. Dijo que les concederá una audiencia si así lo desean, pero que cada uno de ustedes deberá entrar solo y únicamente recibirá a uno por día. Por consiguiente, como han de permanecer un tiempo en el Palacio, los conduciré a las habitaciones donde podrán descansar cómodamente después de vuestro viaje.
—Gracias —dijo la niña—. Es una amable atención por parte de Oz.
El soldado hizo sonar un silbato verde y en seguida se presentó en la estancia una joven que lucía un bonito vestido de seda verde y tenía cabellos y ojos de ese color. La joven se inclinó ceremoniosamente ante Dorothy al decirle:
—Sígueme y te llevaré a tu habitación.
La niña se despidió de todos sus amigos, excepto de Toto, cargó a éste en sus brazos y siguió a la joven por siete corredores y tres tramos de escaleras hasta llegar a una habitación situada al frente del palacio. Era un dormitorio agradabilísimo, con una cómoda cama de extraordinaria blandura y sábanas de seda verde. En el centro del cuarto había una diminuta fuente que lanzaba al aire un chorro de perfume verde, el que caía luego en un tazón de mármol maravillosamente labrado. Había bonitas florecillas verdes en las ventanas y un estante lleno de libros de ese mismo color. Cuando tuvo tiempo de abrirlos, vio que estaban llenos de extrañas figuras verdosas que le causaron mucha risa por lo cómicas.
En el guardarropa vio numerosos vestidos de la misma tonalidad imperante en la ciudad, todos de seda, satén y terciopelo, y todos de su medida exacta.
—Ponte cómoda —dijo la jovencita—, y si deseas algo haz sonar la campanilla. Oz te mandará llamar mañana.
Dejó sola a Dorothy y se fue a buscar a los otros,
a los que también condujo a diferentes dormitorios, y cada uno de ellos se encontró alojado en una parte muy agradable del palacio. Claro que tanta amabilidad no hizo efecto alguno en el Espantapájaros, pues al hallarse solo en su cuarto se quedó parado tontamente a pocos pasos de la puerta, donde esperó hasta que lo llamaron. De nada le serviría acostarse, y no podía cerrar los ojos, de modo que estuvo toda la noche mirando a una araña que tejía su tela en un rincón del cuarto, tal como si no fuera una de las habitaciones más encantadoras del mundo. En cuanto al Leñador, se echó en la cama por la fuerza de la costumbre, pues recordaba la época en que había sido de carne y hueso; pero como era incapaz de dormir, se pasó la noche moviendo los brazos y piernas a fin de mantenerlos en buenas condiciones de funcionamiento. Por su parte, el León habría preferido un lecho de hojas secas en lo profundo del bosque y no le agradó estar encerrado en una habitación; pero como tenía demasiado sentido común para dejar que esto le preocupara, saltó sobre la cama, se hizo un ovillo y en menos de un minuto se puso a ronronear y, ronroneando, se quedó dormido.
La mañana siguiente, después del desayuno, la doncella verde se presentó a buscar a Dorothy y la ayudó a ponerse uno de los vestidos más bonitos, confeccionado con satén verde mar. La niña se puso también un delantal de seda verde y ató una cinta verde al cuello de Toto, luego de lo cual partieron hacia el Salón del Trono del Gran Oz.
Primero llegaron a una gran sala en la que se hallaban muchos caballeros y damas de la corte, todos vestidos con prendas muy lujosas. Estas personas no tenían otra cosa que hacer que hablar entre sí, pero siempre iban a esperar ante el Salón del Trono, aunque nunca se les permitía ver a Oz.
Cuando entró Dorothy, la miraron con curiosidad, y uno de ellos inquirió en voz baja:
—¿De veras vas a mirar la cara de Oz el Terrible? —Claro que sí —contestó la niña—. Si me recibe.
—Te recibirá —dijo el soldado que había llevado al Mago el mensaje de Dorothy—, aunque no le gusta que la gente pida verlo. Te diré, en un principio se mostró enfadado y me ordenó que te despidiera. Después me preguntó cómo eras tú, y cuando le mencioné tus zapatos de plata pareció muy interesado. Después le hablé de la marca que tienes en la frente y entonces decidió recibirte.
En ese momento sonó una campanilla y la doncella verde dijo a Dorothy:
—Es la señal. Deberás entrar sola en el Salón del Trono.
Así diciendo, abrió una puerta pequeña por la que pasó Dorothy sin vacilar para hallarse en seguida en un lugar maravilloso. Se trataba de una estancia muy amplia, circular, con techo abovedado y muy alto, y con las paredes y el piso profusamente tachonados de grandes esmeraldas. En el centro del techo había una tan brillante como el sol y sus reflejos hacían brillar las gemas en todo su esplendor.
Pero lo que más interesó a Dorothy fue el gran trono de mármol verde que se hallaba en el centro de la sala. Tenía la forma de un sillón y estaba lleno de piedras preciosas, como todo lo demás. Sobre el sillón reposaba una enorme cabeza sin cuerpo ni miembros que la sostuvieran. No tenía cabello, pero sí ojos, nariz y boca, y era mucho más grande que la cabeza del más enorme de los gigantes.
—Yo soy Oz el Grande y Terrible. ¿Quién eres tú y por qué me buscas?
La voz no era tan tremenda como era de esperar en una cabeza tan enorme. Por eso la niña cobró valor y contestó:
—Y yo soy Dorothy, la pequeña y humilde. He venido a pedirte ayuda.
Los ojos la miraron meditativamente durante un minuto. Después dijo:
—¿De dónde provienen los zapatos de plata?
—De la Maligna Bruja del Oriente —repuso ella— Mi casa cayó sobre ella y la mató.
—¿Y esa marca que tienes sobre la frente?
—Allí me besó la Bruja Buena del Norte cuando se despidió de mí al mandarme a verte a ti —repuso la niña.
De nuevo la miraron los ojos con fijeza, viendo que decía la verdad. Luego preguntó Oz:
—¿Qué deseas de mí?
Envíame de regreso a Kansas, donde están mi tía Em y mi tío Henry —respondió ella en tono ansioso—. No me gusta tu país, aunque es muy bonito. Y estoy segura de que tía Em debe estar muy preocupada por mi ausencia.
Los ojos se abrieron y se cerraron tres veces seguidas, luego miraron hacia lo alto y después al piso, moviéndose de manera tan curiosa que parecían ver todo lo que había en la sala. Al fin se fijaron de nuevo en Dorothy.
—¿Por qué habría de hacer esto por ti? —preguntó Oz.
—Porque tú eres fuerte y yo débil. Porque eres un Gran Mago y yo sólo una niñita.
—Pero fuiste lo bastante fuerte para matar a la Maligna Bruja de Oriente —objetó Oz.
—Eso fue casualidad. No pude evitarlo.
—Bien, te daré mi respuesta. No tienes derecho a esperar que te mande de regreso a Kansas si a cambio de ello no haces algo por mí. En este país todos deben pagar por lo que reciben. Si deseas que use mis poderes mágicos para mandarte de regreso a tu casa, primero deberás hacer algo por mí. Ayúdame y yo te ayudaré a ti.
—¿Qué debo hacer? —preguntó la niña.
—Matar a la Maligna Bruja de Occidente —fue la respuesta.
—¡Pero no podría hacerlo! —exclamó Dorothy, muy sorprendida.
—Mataste a la Bruja de Oriente y calzas los zapatos de plata que tienen un poder maravilloso. Ahora no queda más que una sola Bruja Maligna en toda esta tierra, y cuando me digas que ha muerto te mandaré de regreso a Kansas… pero no antes.
La niña rompió a llorar ante tal desengaño, y los ojos volvieron a abrirse y cerrarse, para mirarla luego con ansiedad, como si el Gran Oz pensara que ella lo ayudaría si pudiera.
—Jamás maté nada a sabiendas —sollozó ella—. Aunque quisiera hacerlo, ¿cómo podría matar a la Bruja Maligna? Si tú, que eres el Grande y Terrible, no puedes matarla, ¿cómo esperas que lo haga yo?
—No lo sé —contestó la gran cabeza—. Sin embargo, esa es mi respuesta, y hasta que no haya muerto la Bruja Maligna, no volverás a ver a tus tíos. Recuerda que la Bruja es malvada, y mucho, y debería ser eliminada. Ahora vete y no pidas verme de nuevo hasta que hayas cumplido tu tarea.
Muy acongojada, Dorothy salió del Salón del
Trono y regresó adonde sus amigos la esperaban para saber lo que le había dicho Oz.
—No hay esperanza para mí —suspiró—, pues
Oz no me mandará a casa hasta que haya matado a la Maligna Bruja de Occidente… y eso jamás podría hacerlo.
Sus amigos se mostraron muy contritos, mas nada podían hacer por ella, de modo que Dorothy se fue a su cuarto y, tendiéndose en la cama, lloró hasta quedarse dormida.
La mañana siguiente, el soldado de la barba verde fue a buscar al Espantapájaros y le dijo:
—Ven conmigo; Oz te manda llamar.
El hombre de paja lo siguió hasta el Salón del Trono, donde vio a una hermosa dama sentada en el sillón de esmeraldas. La dama lucía un vestido de gasa verdosa y tenía una corona sobre sus verdes cabellos. De su espalda nacían dos alas de hermosos colores y tan delgadas que parecían vibrar con cada movimiento del aire ambiente.
Cuando el Espantapájaros se hubo inclinado con tanta gracia como lo permitía su relleno de paja, la hermosa dama lo miró con dulzura.
—Soy Oz, la Grande y Terrible. ¿Quién eres tú y por qué me buscas?
Ahora bien, el Espantapájaros, que había esperado ver la gran cabeza de que le hablara Dorothy, se sintió profundamente asombrado, no obstante lo cual respondió sin desmayo:
—No soy más que un Espantapájaros relleno de paja. Por consiguiente no tengo cerebro y he venido a verte para rogarte que pongas sesos en mi cabeza para que pueda llegar a ser tan hombre como los otros que viven en tus dominios.
—¿Por qué habría de hacer tal cosa por ti? — preguntó la dama.
—Porque eres sabia y poderosa, y nadie más podría ayudarme.
—Nunca concedo favores sin que me den algo a cambio —manifestó Oz—. Pero puedo prometerte esto: si matas a la Maligna Bruja de Occidente, te daré un gran cerebro, y tan bueno que serás el hombre más sabio de todo el País de Oz.
—Creí que habías pedido a Dorothy que matara a la Bruja —dijo con gran sorpresa el
Espantapájaros.
—Así es. No me importa quién la mate; lo que importa es que no te concederé tu deseo hasta que ella haya desaparecido. Vete ahora y no vuelvas a buscarme hasta que te hayas ganado ese cerebro que tanto ansías.
Muy desalentado, el Espantapájaros regresó al lado de sus amigos y les repitió lo que había dicho Oz. Dorothy se sintió muy sorprendida al saber que el Gran Mago no era una cabeza, como la había visto ella, sino una dama encantadora. —Aunque lo sea —dijo el Espantapájaros—, tiene tan poco corazón como el Leñador.
La mañana siguiente, el soldado de la barba verdosa fue a buscar al Leñador y le anunció:
—Oz te manda llamar. Sígueme.
Y el Leñador lo siguió hasta el gran Salón del Trono.
Ignoraba si vería en Oz a una dama encantadora o a una cabeza, pero esperaba que fuera lo primero. “Porque” se dijo “si es la cabeza, seguro que no me dará un corazón, ya que las cabezas no tienen corazón propio y por lo tanto no sentirá lo que yo siento. Pero si es la dama encantadora, le rogaré con todas mis fuerzas que me dé un corazón, pues dicen que todas las damas son bondadosas”.
Pero cuando entró en el gran Salón del Trono, no vio ni la cabeza ni la dama, porque Oz había tomado la forma de una bestia terrible. Era casi tan grande como un elefante, y el trono verde parecía resistir apenas su peso. La bestia tenía la cabeza de un rinoceronte, aunque con cinco ojos; de su cuerpo salían cinco largos brazos y sus patas eran también cinco, y muy delgadas. Lo cubría un pelaje muy espeso y no podría imaginarse un monstruo más espantoso. Fue una suerte que el Leñador careciera de corazón, porque el terror le habría acelerado muchísimo sus latidos. Claro que, como era sólo de hojalata, no tuvo nada de miedo.
—Soy Oz, el Grande y Terrible—manifestó la bestia con voz que era un rugido—. ¿Quién eres y por qué me buscas?
—Soy el Leñador de Hojalata. Por eso no tengo corazón y no puedo amar. Vengo a rogarte que me des un corazón para poder ser como otros hombres
—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó la bestia.
—Porque yo te lo pido y sólo tú puedes conceder mi deseo. Al oírle, Oz lanzó un ronco gruñido y agregó:
—Si de veras deseas un corazón, tienes que ganarlo.
—¿Cómo?
—Ayuda a Dorothy a matar a la Maligna Bruja de Occidente. Cuando haya muerto la Bruja, ven a verme y te daré el corazón más grande, más bondadoso y más lleno de amor de todo el País de Oz.
Y, así, el Leñador se vio obligado a volver donde estaban sus amigos y hablarles de la terrible bestia que había visto. A todos les maravilló que el Gran Mago pudiera adoptar tantas formas diferentes.
—Si es una bestia cuando vaya a verlo yo —declaró el León—, rugiré con tal fuerza y lo asustaré tanto que tendrá que darme lo que deseo. Y si es una dama encantadora, fingiré echarme sobre ella para obligarla a obedecerme. Si es una gran cabeza, la tendré a mi merced, pues la haré rodar por todo el salón hasta que prometa concedernos lo que deseamos. Así que alégrense todos, porque las cosas saldrán bien.
La mañana siguiente el soldado de la barba verdosa condujo al León hasta el gran Salón del Trono y le hizo pasar para que viera a Oz.
Una vez que hubo pasado por la puerta, el León miró a su alrededor y, para su gran sorpresa, vio que frente al trono pendía una bola de fuego tan brillante que casi no podía mirarla. Su primera impresión fue que Oz se había incendiado y estaba ardiendo. Empero, cuando trató de acercarse, el intenso calor le chamuscó los bigotes y, temblando de miedo, tuvo que retroceder de nuevo hacia la puerta.
Acto seguido oyó una voz tranquila que salía de la bola de fuego y le decía:
—Soy Oz, el Grande y Terrible. ¿Quién eres tú y por qué me buscas?
—Soy el León cobarde, temeroso de todo — respondió el felino—. He venido a rogarte que me des valor para que pueda ser realmente el rey de las fieras, como me consideran los hombres.
—¿Por qué he de darte valor?
—Porque entre todos los magos tú eres el más grande y el único que tiene poder para conceder mi deseo.
La bola de fuego ardió con fiereza durante un rato, y al fin dijo la voz:
—Tráeme pruebas de que ha muerto la Bruja Maligna y en seguida te daré valor. Pero mientras viva la Bruja seguirás siendo un cobarde.
El León se enfureció al oír esto, mas no pudo responder nada, y mientras se quedaba mirando en silencio a la bola de fuego, ésta se hizo tan caliente que la fiera debió retroceder y salir corriendo de la estancia. Al salir se alegró de ver que sus amigos lo esperaban, y les relató su entrevista con el Mago.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Dorothy en tono pesaroso.
—Una sola cosa podemos hacer —replicó el León—, y es ir a la tierra de los Winkies, buscar a la Bruja Maligna y destruirla.
—¿Y si no podemos hacerlo? —dijo la niña.
—Entonces jamás tendré valor —dijo el León.
—Ni yo un cerebro —expresó el Espantapájaros.
—Ni yo un corazón —intervino el Leñador.
—Y yo jamás volveré a ver a mis tíos —dijo Dorothy, rompiendo a llorar.
—¡Ten cuidado! —le advirtió la doncella verde—. Las lágrimas mancharán tu vestido de seda.
Dorothy se enjugó las lágrimas.
—Supongo que debemos intentarlo —manifestó luego—. Pero la verdad es que no deseo matar a nadie, ni siquiera para volver a ver a mi tía Em.
—Yo iré contigo, pero soy demasiado cobarde para matar a la Bruja —declaró el León.
—Yo también iré —terció el Espantapájaros—, pero no podré servirte de mucho, pues soy demasiado tonto.
—Yo no tengo corazón ni siquiera para hacerle mal a una Bruja —comentó el Leñador, pero si ustedes van, yo también iré.
Decidieron entonces partir de viaje la mañana siguiente, y el Leñador afiló su hacha en una piedra verde y se hizo aceitar debidamente todas las coyunturas. El Espantapájaros se rellenó con paja nueva y Dorothy le pintó otra vez los ojos para que viera mejor. La doncella verde, que era muy amable con ellos, llenó de viandas la cesta de Dorothy y colgó una campanilla del cuello de Toto.
Esa noche se acostaron temprano y durmieron profundamente hasta el amanecer, cuando los despertó el canto de un gallo y el cacareo de una gallina que había puesto un huevo verde en el patio del Palacio.
CAPÍTULO 12 En busca de la Bruja Maligna
El soldado de la barba verde los condujo por las calles de la Ciudad Esmeralda hasta que llegaron a la casita donde vivía el guardián de la puerta. Este funcionario les quitó los anteojos, los puso de nuevo en la gran caja y después les abrió la puerta de salida.
—¿Qué camino nos llevará hasta la Bruja Maligna de Occidente? —preguntó Dorothy.
—No hay ningún camino —respondió el guardián—. Nadie desea ir a buscarla.
—¿Entonces cómo vamos a encontrarla?
—inquirió la niña.
—No será difícil —repuso el hombre—, pues cuando ella sepa que están en el país de los Winkies, los hallará a ustedes y los hará sus esclavos.
—Quizá no, porque tenemos la intención de matarla —dijo el Espantapájaros.
—¡Ah!, eso es diferente —exclamó el guardián—. Hasta ahora no la ha matado nadie, por eso pensé que ella los esclavizaría como a todos los demás. Pero tengan cuidado; es malvada y feroz, y quizá no permita que la maten. Marchen hacia Occidente, donde se pone el sol, y es seguro que la hallarán.
Le dieron las gracias, se despidieron y echaron a andar hacia el oeste por los campos herbosos salpicados de florecillas. Dorothy aún tenía puesto el bonito vestido de seda verde que le dieran en el Palacio; pero ahora, para su gran sorpresa, descubrió que ya no era verde, sino blanco. La cinta que rodeaba el cuello de Toto también había perdido su tono verdoso y era tan blanca como el vestido de la niña.
Pronto dejaron muy atrás a la Ciudad Esmeralda, y a medida que avanzaban iban entrando en terrenos más quebrados y poco productivos, pues no había granjas ni casas en la región del oeste, y nadie trabajaba la tierra.
El sol de la tarde les dio de lleno en la cara, ya que no había allí árboles que los protegieran con su sombra, y al llegar la noche, Dorothy, Toto y el León estaban muy cansados y se echaron a dormir sobre la hierba, mientras que el Espantapájaros y el Leñador montaban la guardia.
Ahora bien, la Maligna Bruja de Occidente poseía un solo ojo, mas era tan potente como un telescopio y podía ver en todas partes. Sucedió entonces que, mientras se hallaba sentada a la puerta de su castillo, lanzó una mirada a su alrededor y vio a Dorothy durmiendo en la hierba con sus amigos. Se hallaban muy lejos, pero a la Bruja Maligna le disgustó que estuvieran en su país. Por eso hizo sonar un silbato de plata que tenía colgado del cuello.
En seguida llegó corriendo desde todas direcciones una manada de lobos enormes, de largas patas, ojos feroces y dientes agudísimos.
—Vayan donde están esas personas y háganlas pedazos —ordenó la Bruja.
—¿No vas a esclavizarlas? —preguntó el jefe de la manada.
—No —repuso ella—. Uno es de hojalata, otro de paja, una es una chica y el cuarto un león. Ninguno de ellos sirve para el trabajo, así que pueden hacerlos pedazos.
—Muy bien —dijo el lobo, y se alejó velozmente, seguido por los otros.
Fue una suerte que el Leñador y El Espantapájaros estuvieran despiertos, pues oyeron acercarse a los lobos.
—Esta pelea es para mí —dijo el Leñador—. Pónganse detrás de mí y yo los iré enfrentando a medida que lleguen.
Tomó su hacha, que había afilado muy bien, y cuando se le echó encima el jefe de la manada, el Leñador le cercenó la cabeza limpiamente, dejándolo muerto. No bien pudo levantar de nuevo el hacha llegó otro lobo, el que también cayó bajo el cortante filo del arma. Había cuarenta lobos, y cuarenta veces bajó el hacha para matar de uno en uno, de modo que al fin quedaron todos muertos frente al Leñador.
Entonces bajó su hacha y fue a sentarse junto al Espantapájaros, quien le dijo:
—Buena pelea, amigo.
Esperaron hasta que Dorothy despertó a la mañana siguiente. La niña se asustó mucho al ver el montón de peludos lobos, pero el Leñador le contó lo ocurrido y ella le dio las gracias por haberlos salvado. Luego la niña se sentó a desayunarse y después reanudaron su peregrinación.
Esa misma mañana salió la Bruja Maligna a la puerta de su castillo y miró con ese terrible ojo que tan lejos veía. Descubrió entonces a sus lobos muertos y a los forasteros que continuaban viajando por su país, lo cual la enfadó mucho más que antes. En seguida dio dos pitadas con su silbato de plata.
Al conjuro del sonido llegó volando una bandada de cuervos tan numerosa que oscurecieron el cielo. La Bruja Maligna dijo al rey de aquellas aves:
—Vuelen en seguida hacia los forasteros, arránquenles los ojos y destrócenlos.
Los cuervos volaron velozmente hacia donde se hallaban Dorothy y sus amigos. Al verlos llegar, la niña sintió muchísimo miedo.
—Esto me toca a mí —dijo el Espantapájaros—. Acuéstense a mi lado y no sufrirán daño alguno.
Todos se tendieron en el suelo, salvo el
Espantapájaros, quien se quedó de pie con los brazos extendidos. Cuando lo vieron los cuervos, todos se asustaron —como les ocurre siempre que ven un espantapájaros —y no se atrevieron a acercarse más. Pero el rey les dijo:
—No es más que un hombre relleno de paja. Le arrancaré los ojos a picotazos.
Y voló directamente hacia el Espantapájaros, éste lo tomó de la cabeza y le retorció el cuello hasta matarlo. Entonces se le echó encima otro cuervo, y el Espantapájaros también lo mató. Eran cuarenta, y cuarenta veces retorció un cuello hasta que al fin quedaron todos muertos a su alrededor. Entonces dijo a sus compañeros que se levantaran y de nuevo emprendieron su viaje.
Cuando la Bruja Maligna volvió a asomarse y vio muertos a todos sus cuervos, le dio un ataque de furia e hizo sonar tres veces su silbato de plata. Al instante se oyó un silbido ensordecedor y por el aire se acercó un enjambre de abejas negras.
—¡Vayan donde están los forasteros y mátenlos a aguijonazos! —ordenó la Bruja.
Las abejas se alejaron velozmente hasta llegar al sitio por donde marchaban Dorothy y sus amigos. Pero ya las habían visto y el Espantapájaros había decidido lo que debía hacerse.
—Sácame toda la paja y cubre con ella a la chica, al perro y al León —dijo al Leñador—. Así las abejas no podrán picarlos.
Así lo hizo el Leñador, y mientras Dorothy se tendía al lado del León, sosteniendo a Toto entre sus brazos, la paja los cubrió por completo.
Al llegar las abejas, no hallaron más que al
Leñador, de modo que se lanzaron sobre él y rompieron sus aguijones contra la hojalata sin hacer el menor daño a su víctima, y como las abejas no pueden vivir sin su aguijón, así terminaron todas, yendo a caer diseminadas alrededor del Leñador en pequeños montones oscuros.
Entonces se levantaron Dorothy y el León, y la niña ayudó al Leñador a rellenar de nuevo al Espantapájaros hasta dejarlo tan bien como siempre. Hecho esto, otra vez emprendieron su viaje.
Tanto se enfureció la Bruja Maligna al ver muertas a sus abejas que pateó el suelo, hizo rechinar los dientes y se arrancó el cabello. Después llamó a una docena de sus esclavos, que eran los Winkies, les dio unas lanzas muy agudas y les dijo que fueran a destruir a los forasteros.
Los Winkies no eran personas valientes, pero estaban obligados a obedecer, de modo que echaron a andar hasta que llegaron cerca de Dorothy. Entonces el León lanzó un tremendo rugido al tiempo que saltaba hacia ellos, y los pobres Winkies se asustaron tanto que se alejaron a todo correr.
Cuando llegaron al Castillo, la Bruja Maligna los golpeó con una correa y los mandó de regreso al trabajo, tras de lo cual se sentó a pensar en lo que podría hacer. No podía entender por qué fallaban todas sus tentativas de destruir a aquellos forasteros. Empero, era una Bruja tan poderosa como malvada, y pronto decidió lo que debía hacer.
En un armario tenía un Gorro de Oro rodeado por un círculo de brillantes y rubíes, y este gorro era mágico. Quienquiera lo poseyera podría llamar tres veces a los Monos Alados, los que obedecerían las órdenes que se les dieran, mas nadie podía disponer de aquellos extraños seres más de tres veces. La Bruja Maligna había usado ya dos veces el encanto del Gorro: una cuando esclavizó a los Winkies y se erigió en gobernante de su país, cosa en que la ayudaron los Monos Alados. La segunda vez fue cuando luchó contra el mismísimo Oz y lo arrojó de la tierra de Occidente, cosa en la que también la ayudaron los simios. Sólo una vez más podía usar el poder del Gorro de Oro, razón por la cual no le agradaba hacerlo hasta que se hubieran agotado todos sus otros poderes. Pero ahora que había perdido a sus feroces lobos, a sus cuervos y a las abejas negras, y que el León cobarde había espantado a sus esclavos, comprendió que sólo le quedaba un último recurso para eliminar a Dorothy y sus amigos.
Así, pues, la Bruja Maligna sacó el Gorro de Oro del armario y se lo puso en la cabeza, hecho lo cual se paró sobre su pie izquierdo y dijo lentamente:
—¡Epe, pepe, kake!
Después se paró sobre el pie derecho y agregó:
—¡Jilo, jolo, jalo!
Acto seguido se plantó bien sobre ambos pies y gritó a toda voz:
—¡Zizi, zuzi, zik!
Y el encanto mágico empezó a dar sus frutos, pues se oscureció el cielo y empezó a oírse un extraño zumbido. Era el batir de muchas alas al que siguieron charlas y risas, y el sol brilló de nuevo al aclararse el cielo, mostrando a la Bruja Maligna rodeada por una multitud de monos, todos ellos dotados de un par de enormes y poderosas alas.
El más grande de todos, que parecía ser el jefe, voló cerca de la Bruja y le dijo:
—Nos has llamado por tercera y última vez. ¿Qué nos ordenas?
—Vayan a buscar a los forasteros que han entrado en mi tierra y elimínenlos a todos salvo al León —ordenó la Bruja—. Tráiganme la bestia, porque quiero ponerle los arreos de un caballo y hacerla trabajar.
—Tu orden será obedecida —contestó el jefe.
Luego, sin dejar de parlotear y hacer ruido, los
Monos Alados volaron hacia el sitio donde se hallaban Dorothy y sus amigos.
Algunos de los Monos asieron al Leñador y se lo llevaron por el aire hasta hallarse sobre una región salpicada de rocas muy agudas, y allí dejaron al pobre hombre de hojalata, el que cayó desde muy alto sobre las aguzadas piedras y quedó tan abollado y maltrecho que no pudo moverse ni gemir siquiera.
Otros se apoderaron del Espantapájaros y con sus largos dedos le arrancaron toda la paja del cuerpo y la cabeza; con el sombrero, las botas y el traje hicieron un atadito que arrojaron sobre las ramas de un árbol muy alto Los otros simios arrojaron unas cuerdas muy fuertes sobre el León y le ataron con innumerables vueltas hasta que no le fue posible arañar ni morder a ninguno. Después lo alzaron por el aire y se lo llevaron volando al castillo de la Bruja, donde lo pusieron en un patio reducido al que rodeaba una alta cerca de hierro, de modo que no le sería posible escapar.
Mas a Dorothy no le hicieron el menor daño. Con Toto entre sus brazos, se quedó observando el triste destino de sus camaradas mientras pensaba que pronto le llegaría el turno a ella. El jefe de los Monos Alados se le acercó volando, con los largos brazos tendidos y una mueca terrible en su fea cara, pero entonces vio la marca del beso de la Bruja Buena en la frente de la niña y se detuvo de pronto, haciendo señas a los otros para que no la tocaran.
—No podemos hacer daño a esta niñita —les dijo—. Está protegida por el Poder del Bien, que es mucho más fuerte que el Poder del Mal. Lo único que podernos hacer es llevarla al castillo de la Bruja Maligna y dejarla allí.
Con gran suavidad, levantaron a Dorothy y se la llevaron volando velozmente hasta llegar al castillo, donde la posaron sobre el escalón de entrada.
—Te hemos obedecido hasta donde nos fue posible hacerlo —dijo el jefe a la Bruja—. El Leñador y el Espantapájaros han sido eliminados, y el León está atado en tu patio. No nos hemos atrevido a hacer daño a la niña ni al perrito que lleva en sus brazos. Ha cesado el poder que tenías sobre nosotros y no volverás a vernos.
Acto seguido, sin dejar de reír y chacharear, los monos levantaron vuelo y se perdieron de vista en contados segundos.
La Bruja Maligna se sintió tan sorprendida como preocupada al ver la marca en la frente de Dorothy, pues sabía muy bien que ni los Monos Alados ni ella misma podrían dañar en absoluto a la niña. Observó los pies de su prisionera, y al ver los zapatos de plata empezó a temblar de miedo, porque conocía perfectamente el mágico poder que tenían. Al principio se sintió tentada de huir de Dorothy, mas al mirar los ojos de ésta vio reflejado en ellos la sencillez de su alma, comprendiendo que la pequeña desconocía el poder de aquel calzado mágico. De modo que rió para sus adentros y pensó: “Todavía puedo hacerla mi esclava, porque no sabe cómo usar su poder”.
En voz alta dijo a Dorothy con gran brusquedad:
—Ven conmigo y no dejes de hacer lo que te mande. Si no obedeces, terminaré contigo como terminé con el Leñador y el Espantapájaros.
La niña la siguió por muchas de las hermosas salas del castillo hasta llegar a la cocina, donde la Bruja le ordenó lavar las cacerolas y platos, limpiar el piso y mantener el fuego encendido.
Dorothy se puso a trabajar con toda humildad, dispuesta a cumplir en todo lo posible, porque se alegraba de que la Bruja Maligna hubiera decidido no matarla.
Mientras la pequeña estaba ocupada en su trabajo, a la Bruja se le ocurrió ir al patio y poner los arneses al León cobarde. Estaba segura de que la divertiría mucho hacerle tirar de su carruaje cuando saliera a pasear. Mas al abrir la puerta oyó tal rugido y vio al León saltar hacia ella con tal fiereza que tuvo miedo y volvió a salir corriendo, sin olvidarse de cerrar de nuevo.
—Si no puedo ponerte los arneses, al menos podré matarte de hambre —le dijo al León por entre los barrotes de la cerca—. No te daré nada de comer hasta que te haya domesticado.
Y de ahí en adelante no le llevó alimentos al felino prisionero, pero cada día que iba a preguntarle si estaba dispuesto a dejarse poner los arneses, el León respondía:
—No. Si entras en este patio te morderé.
La razón de que el León no tuviera que obedecer a la Bruja era que todas las noches, mientras la malvada mujer estaba dormida, Dorothy le llevaba alimentos de la alacena. Después de comer, la fiera se tendía en su lecho de pajas, y Dorothy se acostaba a su lado, y conversaban de sus penurias al tiempo que intentaban idear algún plan para escapar. Mas no podían hallar el medio de salir del castillo, porque las puertas estaban guardadas por los Winkies y estos hombrecillos le temían demasiado a la Bruja como para desobedecerla.
La niña trabajaba mucho durante el día, y a menudo la amenazaba la Bruja con golpearla con el viejo paraguas que llevaba siempre en la mano; pero en realidad no se atrevía a castigarla debido a la marca que tenía Dorothy en la frente. La pequeña ignoraba esto y temía por sí misma y por Toto. En una oportunidad la Bruja golpeó a Toto con el paraguas y el valeroso perrito se defendió mordiéndola en la pierna. Claro que la malvada mujer no sangró por la herida; pues era tan mala que la sangre se le había secado hacía muchos años.
La vida de Dorothy se fue tornando muy triste a medida que comprendía lo difícil que le sería regresar al lado de su tía Em.
A veces lloraba durante horas enteras, con Toto tendido a sus pies y mirándola fijamente mientras gemía apenado para demostrar lo mucho que sufría por su amita. Al perrito no le importaba realmente si nunca volvían a Kansas o al País de Oz siempre que Dorothy estuviera con él, pero se daba cuenta de que la niña sentíase desdichada, lo cual lo apenaba muchísimo.
Ahora bien, la Bruja Maligna anhelaba profundamente ser la dueña de los zapatos de plata que calzaba siempre la niña. Sus abejas, sus cuervos y sus lobos yacían muertos, y ya había agotado todo el poder del Gorro de Oro. Si podía apoderarse de los zapatos de plata éstos le darían más poder que todo lo otro que había perdido. En todo momento vigilaba atentamente a Dorothy para ver si alguna vez se quitaba los zapatos y robárselos entonces. Mas la niña estaba tan orgullosa de su bonito calzado que se lo quitaba sólo de noche y cuando iba a tomar su baño. La Bruja le tenía demasiado miedo a la oscuridad para atreverse a entrar de noche en el cuarto de Dorothy a robar los zapatos, y su temor al agua era mayor que su miedo a la oscuridad, de modo que jamás se acercaba cuando la niña se estaba bañando. La verdad es que la vieja Bruja nunca tocaba el agua ni dejaba que el agua la tocara a ella.
Pero la malvada mujer era muy astuta, y al fin ideó una treta para obtener lo que ansiaba. Colocó un trozo de hierro en medio del piso de la cocina y luego, por medio de sus artes mágicas, hizo el hierro invisible para los ojos humanos. Y ocurrió que cuando Dorothy cruzó la cocina, tropezó con el hierro invisible y cayó de bruces. No se hizo mucho daño, pero en la caída se le salió uno de los zapatos de plata, y antes de que pudiera recuperarlo, la Bruja logró tomarlo y ponerlo en su huesudo pie.
La mujer se sintió muy complacida por el éxito de su treta, pues mientras tuviera uno de los zapatos era dueña de la mitad de su poder y Dorothy nada podría hacer contra ella, aunque hubiera sabido cómo dañarla.
Al ver que había perdido uno de sus bonitos zapatos, la niña se encolerizó mucho y dijo a la Bruja: —¡Devuélveme mi zapato!
—Nada de eso —fue la respuesta—. Ahora es mío y no tuyo.
—¡Eres una malvada! —exclamó Dorothy—. No tienes derecho a robarme el zapato.
—Lo retendré de todas maneras —repuso la Bruja, riéndose de ella—. Y algún día te quitaré también el otro.
Esto enfadó tanto a Dorothy que, tomando el cubo lleno de agua que tenía cerca, arrojó su contenido sobre la Bruja, mojándola de pies a cabeza.
Al instante lanzó la mujer un agudo grito de terror, y luego, mientras Dorothy la miraba asombrada, empezó a encogerse.
—¡Mira lo que has hecho! —Chillaba—. En un momento me derretiré toda.
—Lo lamento de veras —murmuró Dorothy, muy asustada al ver que la Bruja se estaba derritiendo realmente ante sus ojos.
—¿No sabías que el agua sería mi fin? —preguntó la Bruja en tono lastimero.
—Claro que no. ¿Cómo podía saberlo?
—Bueno, en pocos minutos dejaré de existir y tú tendrás el castillo para ti. He sido muy mala, pero jamás creí que una niñita como tú sería capaz de derretirme y terminar con mis maldades. Ten cuidado… ¡aquí me voy!
Así diciendo, cayó formando un montón de cenizas oscuras que poco a poco empezó a extenderse sobre las tablas del piso. Al ver que realmente no quedaba nada de ella, Dorothy llenó otro cubo de agua y lo arrojó sobre las cenizas, las que barrió luego hacia afuera. Hecho esto, recogió el zapato de plata, que era todo lo que quedaba de la vieja, lo limpió y secó bien y volvió a ponérselo. Después, al comprender que estaba en libertad de hacer lo que deseara, salió corriendo al patio para contar al León que la Maligna Bruja de Occidente había llegado a su fin y que ya no eran prisioneros en una tierra extraña.
CAPÍTULO 13 El rescate
El León cobarde se sintió muy complacido al saber que la Bruja Maligna se había derretido al entrar en contacto con el agua, y Dorothy abrió en seguida la puerta y lo dejó libre. Juntos marcharon hacia el castillo, donde lo primero que hizo la niña fue reunir a todos los Winkies y anunciarles que ya no eran esclavos.
Fue inmensa la alegría de los liberados, pues la Bruja Maligna los había obligado a trabajar duramente durante muchísimos años, tratándolos siempre con extrema crueldad. Ese día lo declararon feriado para entonces y el futuro, y siempre lo dedicaron a bailar y divertirse.
—¡Ah! —suspiró el León—. Sería feliz si estuvieran con nosotros el Espantapájaros y el Leñador.
—¿No crees que podríamos rescatarlos? —preguntó la niña.
—Podemos intentarlo —repuso el felino.
Llamaron entonces a los Winkies y les preguntaron si los ayudarían a rescatar a sus amigos, a lo cual respondieron todos que con mucho gusto harían cualquier cosa por
Dorothy, a que era su salvadora. La niña eligió a un grupo de Winkies que parecían más inteligentes que los otros y partieron en seguida. Viajaron todo ese día y parte del siguiente hasta llegar a la llanura rocosa donde yacía el Leñador completamente abollado y retorcido. Su hacha se hallaba cerca, pero la hoja habíase oxidado y el mango estaba roto.
Los Winkies lo levantaron con gran cuidado y lo llevaron de regreso al castillo, mientras que Dorothy derramaba algunas lágrimas por su amigo y el León se mostraba profundamente afligido.
Cuando llegaron al castillo la niña preguntó a los Winkies: —¿Hay hojalateros entre ustedes?
—Claro que sí, y bastante hábiles —le contestaron.
—Entonces vayan a buscarlos —ordenó ella. Y cuando llegaron los hojalateros con todas sus herramientas, les preguntó—: ¿Pueden arreglar esas abolladuras del Leñador, darle nuevamente su forma y soldar las partes que tiene rotas?
Los hojalateros examinaron a la víctima con gran atención y respondieron que creían poder arreglarlo para que quedara tan bueno como nuevo. Acto seguido se pusieron a trabajar en uno de los grandes salones del castillo y no
cesaron de hacerlo durante cuatro días con sus noches, martillando, torciendo, moldeando, soldando y puliendo el cuerpo, los miembros y la cabeza del Leñador hasta que al fin le hubieron dado su antigua forma y sus coyunturas funcionaron como antes. Claro que le quedaron algunos remiendos, pero los obreros hicieron un buen trabajo, y como el paciente no era vanidoso, no le molestaron en absoluto aquellos remiendos.
Quedó listo y al fin fue al cuarto de Dorothy y le dio las gracias por haberlo rescatado, se sentía tan contento que lloró de alegría, y la niña tuvo que enjugarle cada una de las lágrimas con su delantal para que no se oxidara de nuevo. Al mismo tiempo lloraba ella también por la felicidad de ver de nuevo a su amigo, pero estas lágrimas no tuvo necesidad de enjugarlas. En cuanto al León, se secó los ojos tan a menudo con la punta de la cola que se le humedeció por completo y tuvo que salir al patio y ponerla al sol hasta que se le hubo secado.
—Me sentiría feliz del todo si el Espantapájaros estuviera de nuevo con nosotros –dijo el Leñador cuando Dorothy le relató todo lo sucedido. —Debemos tratar de encontrarlo —declaró ella.
Acto seguido llamó a los Winkies para que la ayudaran, y marcharon todo ese día y parte del siguiente hasta llegar al árbol en cuyas ramas habían arrojado los Monos Alados la ropa del Espantapájaros.
Era un árbol muy alto y de tronco demasiado liso, de modo que nadie podía treparlo, pero el Leñador dijo en seguida:
—Lo echaré abajo para que podamos recobrar las ropas.
Ahora bien, mientras los hojalateros habían estado remendando al Leñador, uno de los Winkies, que era orfebre, había hecho un mango de oro puro para el hacha a fin de reemplazar al que estaba roto. Otros pulieron la hoja hasta eliminar todo el óxido, de manera que ahora relucía como si fuera de plata.
Sin perder tiempo, el Leñador empezó a golpear con su hacha, derribando en poco tiempo el árbol, y de entre sus ramas cayeron las ropas del Espantapájaros.
Dorothy las recogió e hizo que los Winkies las llevaran de regreso al castillo, donde las rellenaron con paja limpia… y he aquí que apareció otra vez el Espantapájaros, tan bueno como nuevo, y dándoles profusas gracias por haberlo salvado.
Ahora que estaban todos reunidos, Dorothy y sus amigos pasaron unos días maravillosos en el castillo, donde había todo lo necesario para que estuvieran cómodos.
Pero llegó el momento en que la niña volvió a pensar en su tía Em y dijo:
—Tenemos que volver a donde está Oz y pedirle que cumpla su promesa.
—Sí —asintió el Leñador—. Al fin conseguiré mi corazón.
—Y yo mi cerebro —agregó alegremente el Espantapájaros.
—Y yo valor —dijo el León en tono meditativo.
—Y yo regresaré a Kansas —exclamó Dorothy, batiendo palmas—. ¡Vamos mañana a la Ciudad Esmeralda!
Así lo decidieron, y la mañana siguiente reunieron a los Winkies para despedirse. Todos lamentaron muchísimo que se fueran, y tanto se habían encariñado con el Leñador que le rogaron que se quedara con ellos para gobernar toda la tierra de Occidente. Al convencerse de que se iban realmente, regalaron a Toto y al León un collar de oro para cada uno. A Dorothy le dieron un hermoso brazalete tachonado de brillantes. Al Espantapájaros le obsequiaron un bastón con puño de oro para que no tropezara al caminar, y al Leñador le ofrecieron una aceitera de plata repujada, con adornos de oro y piedras preciosas.
Cada uno de los viajeros respondió a estos regalos con un bonito discurso de agradecimiento, y estrecharon la mano de todos con tal entusiasmo que les dolieron los dedos.
Dorothy abrió la alacena de la Bruja a fin de llenar su cesta con provisiones para el viaje, y allí vio el Gorro de Oro. Se lo probó por curiosidad, descubriendo que le sentaba perfectamente bien. Ignoraba el poder del Gorro, pero vio que era bonito, y decidió llevarlo puesto y guardar su sombrero en la cesta.
Después, cuando ya estuvieron preparados para el viaje, partieron hacia la Ciudad Esmeralda, mientras que los Winkies se despedían de ellos con grandes demostraciones de afecto.
CAPÍTULO 14 Los Monos Alados
Recordarán los lectores que no había camino, ni siquiera un senderillo, entre el castillo de la Bruja Maligna y la Ciudad Esmeralda. Cuando los cuatro viajeros iban en busca de la Bruja, ésta los vio llegar y mandó a los Monos Alados a capturarlos. Así, pues, resultaba mucho más difícil hallar el rumbo entre los campos salpicados de flores de lo que lo era viajando por el aire. Claro, sabían que debían marchar hacia el este, en dirección al sol naciente, y al partir lo hicieron de manera acertada. Pero al mediodía, cuando el sol brillaba directamente sobre sus cabezas, no pudieron saber dónde estaba el este y dónde el oeste, razón por la cual se extraviaron en aquellos campos. No obstante, siguieron marchando hasta que llegó la noche y salió la luna. Entonces se acostaron entre las perfumadas flores y durmieron profundamente hasta la mañana… todos ellos menos el Espantapájaros y el Leñador.
La mañana siguiente amaneció nublado, pero partieron de todos modos, como si estuvieran seguros de su derrotero.
—Si caminamos lo suficiente, alguna vez llegaremos a alguna parte —dijo Dorothy.
Pero pasaron los días sin que vieran ante ellos otra cosa que los campos cubiertos de flores. El Espantapájaros empezó a refunfuñar.
—Es seguro que nos hemos extraviado —dijo—, y a menos que encontremos el rumbo a tiempo para llegar a la Ciudad Esmeralda, jamás conseguiré mi cerebro.
—Ni yo mi corazón —declaró el Leñador—. Estoy impaciente por ver de nuevo a Oz, y la verdad es que este viaje se está haciendo muy largo.
—Por mi parte —gimió el León cobarde—, no tengo valor para seguir caminando sin llegar a ninguna parte.
Al oír esto, Dorothy perdió el ánimo, se sentó en la hierba y miró a sus compañeros, los que también se sentaron a su alrededor. En cuanto a Toto, por primera vez en su vida estaba demasiado cansado para perseguir a una mariposa que pasó rozándole la cabeza. El pobre perrito sacó la lengua, se puso a jadear y miro a su amita como preguntándole qué podrían hacer.
—¿Y si llamáramos a los ratones? —dijo ella—. Probablemente conozcan el camino que lleva a la Ciudad Esmeralda.
—Seguro que sí—exclamó el Espantapájaros—. ¿Cómo no se nos ocurrió antes?
Dorothy hizo sonar el silbato que le había regalado la Reina de los Ratones, y en pocos minutos se oyó el ruido de muchísimas patitas, luego de lo cual vieron una multitud de ratones. Entre ellos estaba la Reina, quien preguntó con su vocecita aflautada:
—¿En qué podemos servirles, amigos míos?
—Nos hemos perdido —le dijo Dorothy—.
¿Puedes decirnos dónde está la Ciudad Esmeralda?
—Claro que sí —fue la respuesta—. Pero está muy lejos; ustedes han viajado en dirección contraria todo el tiempo. —Entonces la Reina observó el Gorro de Oro que tenía puesto Dorothy y agregó—: ¿Por qué no empleas la magia del Gorro y llamas a los Monos Alados? Ellos los llevarán a la Ciudad de Oz en menos de una hora.
—Ignoraba que el Gorro fuera mágico —contestó Dorothy, muy sorprendida—. ¿Cómo es esa magia?
—Está escrita dentro del Gorro de Oro —le informó la Reina—. Pero si vas a llamar a los Monos Alados tendremos que huir, pues son muy traviesos y les divierte molestarnos.
—¿No me harán daño a mí? —preguntó la niña en tono preocupado.
—No. Deben obedecer a quien tiene puesto el Gorro. ¡Adiós! Así diciendo, salió a escape, seguida por todos sus vasallos.
Al mirar el interior del Gorro, Dorothy vio algunas palabras escritas en el forro. Como supuso que serían la fórmula mágica, las leyó con gran atención y volvió a ponérselo.
—¡Epe, pepe, kake! —dijo, parada sobre su pie izquierdo.
—¿Qué dijiste? —preguntó el Espantapájaros, quien ignoraba lo que la niña estaba haciendo.
—¡Jilo, jolo, jalo! —continuó Dorothy, parada ahora sobre su pie derecho.
—¡Vaya! —exclamó el Leñador.
—¡Zizi, zuzi, zik! —agregó Dorothy, quien se hallaba al fin sobre sus dos pies.
Con esto terminó la fórmula mágica y en seguida oyeron un gran batir de alas al aparecer sobre ellos los Monos Alados.
El Rey se inclinó profundamente ante la niña y le dijo: —¿Qué nos ordenas?
—Deseamos ir a la Ciudad Esmeralda y nos hemos extraviado —replicó Dorothy.
—Los llevaremos nosotros —manifestó el Rey.
No había acabado de hablar cuando ya dos de los monos tomaron a Dorothy en sus brazos y se alejaron volando con ella. Otros se apoderaron del Espantapájaros, del Leñador y del León, y uno más pequeño tomó a Toto y voló tras los otros, aunque el perro se esforzaba por morderlo.
El Espantapájaros y el Leñador se asustaron un poco al principio, porque recordaban lo mal que los habían tratado antes los Monos Alados; pero luego vieron que no pensaban hacerles daño, de modo que se tranquilizaron y empezaron a gozar del viaje y de la magnífica vista que se presentaba ante sus ojos asombrados.
Dorothy se encontró viajando cómodamente entre dos de los Monos más grandes, uno de ellos el mismísimo Rey. Ambos habían formado una sillita con los dedos entrelazados y la llevaban con gran suavidad.
—¿Por qué tienen que obedecer a la magia del Gorro de Oro? —preguntó ella.
—Es largo de contar —contestó el Rey, soltando una risita—. Pero como el viaje también será largo, ocuparé el tiempo en relatarte la historia si así lo deseas.
—La escucharé con mucho gusto.
—En otra época éramos un pueblo libre —comenzó el Rey—. Vivíamos felices en el bosque, saltando de rama en rama, comiendo nueces y frutas y haciendo lo que nos venía en gana sin tener que obedecer a ningún amo. Quizás algunos de nosotros éramos un poco traviesos y bajábamos para tirar de la cola a los animales sin alas, o perseguíamos a los pájaros y arrojábamos nueces a las personas que caminaban por el bosque. Pero vivíamos felices y contentos, y gozábamos de cada minuto de nuestros días.
Esto ocurrió hace muchísimos años, mucho antes de que Oz llegara por entre las nubes para gobernar esta tierra.
En aquel entonces vivía en el Norte una hermosa princesa que era también poderosa hechicera, pero usaba su magia para ayudar a la gente y jamás hizo daño a nadie que fuera bueno. Se llamaba Gayelette y vivía en un hermoso palacio construido con grandes bloques de rubí. Todos la amaban, pero su mayor pena era que no podía hallar a nadie a quien amar a su vez, ya que todos los hombres eran demasiado estúpidos y feos para casarse con una mujer tan hermosa y sabia. Empero, al fin halló a un joven muy apuesto y mucho más sabio que otros de su edad. Gayelette decidió que cuando se hiciera hombre lo convertiría en su esposo, de modo que lo llevó a su palacio de rubí y empleó todos sus poderes mágicos para hacerlo tan gallardo, bueno y amable como pudiera desearlo cualquier mujer. Cuando llegó a la madurez, Quelala, como se llamaba el joven, había llegado a ser el hombre más sabio de toda la tierra, mientras que su belleza era tan grande que Gayelette lo amaba con locura, por lo cual se apresuró a prepararlo todo para la boda. Mi abuelo era por aquel entonces el Rey de los Monos Alados que vivían en el bosque próximo al palacio de Gayelette, y al viejo le gustaban más las bromas que darse un buen banquete. Un día, poco antes de la boda, mi abuelo estaba volando con su banda cuando vio a Quelala caminando por la orilla del río. El mozo vestía un lujoso traje de seda rosada y terciopelo púrpura, y a mi abuelo se le ocurrió ver cómo reaccionaba a sus bromas, así que bajó con su banda, se apoderó de Quelala, lo llevó consigo hasta el centro del río y allí lo dejó caer al agua.
—Nada un poco, amigo —le gritó mi abuelo—, y fíjate si el agua te ha manchado las ropas.
Quelala era demasiado prudente como para no nadar, y en nada le había afectado su buena fortuna. Se echó a reír al sacar la cabeza a la superficie y fue nadando hasta la costa. Pero cuando Gayelette fue corriendo hacia él, vio que el agua le había arruinado sus lujosos ropajes.
La princesa se puso furiosa, y, por cierto, no ignoraba quién era el culpable, de modo que hizo presentarse ante ella a todos los Monos Alados y dijo al principio que se les deberían atar las alas y arrojarlos al río, tal como ellos lo habían hecho con Quelala. Pero mi abuelo rogó con gran humildad que los perdonara, pues sabía que los Monos se ahogarían en el río con las alas atadas. Por su parte, Quelala intercedió en favor de ellos, de modo que Gayelette les perdonó al fin, con la condición de que los Monos Alados deberían de allí en adelante obedecer por tres veces al poseedor del Gorro de Oro. Este Gorro se había confeccionado como regalo de bodas para Quelala, y se comentaba que había costado a la princesa un equivalente a la mitad de su reino. Claro que mi abuelo y todos sus súbditos accedieron sin vacilar, y es así como ocurre que somos tres veces esclavos del poseedor del Gorro de Oro, sea éste quien fuere.
—¿Y qué fue de ellos? —preguntó Dorothy, que le había escuchado con profundo interés.
—Como Quelala fue el primer dueño del Gorro de Oro —contestó el Mono—, también fue el primero en imponernos sus deseos. Debido a que su esposa no podía soportarnos cerca, después que se hubieron casado, él nos llamó al bosque y nos ordenó que nos mantuviéramos siempre alejados de Gayelette, cosa que nos alegramos mucho de hacer, pues todos le temíamos.
Esto fue todo lo que tuvimos que hacer hasta que el Gorro de Oro cayó en manos de la Maligna Bruja de Occidente, quien nos obligó a esclavizar a los Winkies y después a arrojar al mismísimo Oz de la tierra de Occidente. Ahora el Gorro es tuyo, y por tres veces tienes el derecho de imponernos tu voluntad.
Al terminar el Mono su relato, Dorothy miró hacia abajo y vio los relucientes muros verdosos de la Ciudad Esmeralda. Aunque se maravilló por lo veloz del viaje, le alegró también que éste hubiera finalizado. Los extraños simios bajaron suavemente a los viajeros frente a la puerta de la ciudad, el Rey se inclinó ante Dorothy y luego se alejó volando a toda velocidad, seguido por todo su grupo.
—Ha sido un magnífico paseo —comentó la niña.
—Sí, y una forma muy rápida de salir de apuros —dijo el León—. Fue una suerte que te llevaras contigo ese Gorro maravilloso.
CAPÍTULO 15 La identidad de Oz el Terrible
Los cuatro viajeros avanzaron hacia la puerta de la Ciudad Esmeralda e hicieron sonar la campanilla. Luego de un momento les abrió el mismo guardián de la vez anterior.
—¡Cómo! —exclamó sorprendido—. ¿Están de regreso?
—¿Acaso no nos ves? —preguntó el
Espantapájaros.
—Pero es que creí que habían ido a visitar a la Maligna Bruja de Occidente.
—Y la visitamos —afirmó el Espantapájaros.
—¿Y ella les dejó libres de nuevo? —se maravilló el guardián.
—No pudo evitarlo, pues se derritió —explicó el hombre de paja.
—¿Se derritió? ¡Vaya, qué buena noticia! ¿Y quién consiguió hacer tal cosa?
—Fue Dorothy —dijo el León en tono grave.
—¡Dios mío! —exclamó el guardián, haciendo una profunda reverencia a la niña. Después los condujo a su sala de recepción, les puso los anteojos verdes, tal como lo había hecho la vez anterior, y luego los hizo pasar a la Ciudad Esmeralda. Cuando la gente se enteró por él de que Dorothy había derretido a la Maligna Bruja de Occidente, todos se apiñaron alrededor de los viajeros y los siguieron en su camino hacia el Palacio de Oz.
El soldado de la barba verde seguía de guardia ante la puerta, y él fue quien los hizo pasar en seguida. De nuevo les salió al encuentro la bonita joven verde, quien los condujo a sus respectivos dormitorios a fin de que descansaran hasta que el Gran Oz estuviera dispuesto a recibirlos.
El soldado hizo avisar directamente a Oz que Dorothy y los otros viajeros estaban de regreso luego de haber eliminado a la Bruja Maligna, pero Oz no envió ninguna respuesta. Los cuatro amigos creyeron que el Gran Mago los haría llamar en seguida, mas no fue así, y no tuvieron noticias de él durante varios días. La espera se les hizo pesada y turbadora, hasta el punto de encolerizarlos el hecho de que Oz los tratara tan mal después de haberles mandado a sufrir tantas penurias. Al fin el Espantapájaros pidió a la joven verde que llevara otro mensaje a Oz, diciéndole que, si no los recibía inmediatamente, llamarían a los Monos Alados para que los ayudara y descubrieran si el Mago cumplía sus promesas o no. Cuando Oz recibió este mensaje, se asustó tanto que avisó que se presentaran en el Salón del Trono la mañana siguiente, a las nueve y cuatro minutos. Ya una vez se había enfrentado a los Monos Alados en la tierra de Occidente y no deseaba verlos de nuevo.
Los cuatro viajeros pasaron una noche de insomnio, pensando cada uno en el don que Oz había prometido hacerles. Dorothy se durmió sólo por un rato, y soñó entonces que estaba en Kansas donde su tía Em le decía lo mucho que le agradaba tenerla de regreso en su hogar.
La mañana siguiente, a las nueve en punto, el soldado de la barba verde fue a buscarlos, y cuatro minutos más tarde se hallaban todos en el Salón del Trono.
Naturalmente, cada uno de ellos esperaba ver al Mago adoptar la forma de la vez anterior, y todos se sorprendieron muchísimo al mirar a su alrededor y no ver a nadie en la gran estancia. Permanecieron cerca de la puerta y muy juntos uno de otro, pues el silencio era más inquietante que cualquiera de las formas en que se presentara Oz anteriormente.
Al fin oyeron una voz solemne que parecía proceder de un sitio cercano al punto superior de la bóveda.
—Soy Oz el Grande y Terrible. ¿Por qué me buscan?
De nuevo miraron hacia todos los rincones del salón, y luego, al no ver a nadie, Dorothy preguntó:
—¿Dónde estás?
—En todas partes —respondió la voz—, pero soy invisible para los ojos de los mortales comunes. Ahora iré a sentarme en mi trono para que puedan conversar conmigo.
En efecto, la voz pareció llegar ahora desde el trono, de modo que todos marcharon hacia allí y se pararon formando fila ante el gran sillón.
—He venido a pedirte que cumplas tu promesa, Gran Oz —dijo Dorothy.
—¿Qué promesa? —preguntó Oz.
—Dijiste que me enviarías de regreso a Kansas cuando estuviera muerta la Bruja Maligna.
—Y a mí me prometiste un cerebro —intervino el Espantapájaros.
—Y a mí un corazón —dijo el Leñador.
—Y a mí valor —terció el León cobarde.
—¿De veras ha muerto la Bruja Maligna? —
inquirió la voz, y a Dorothy le pareció que el tono era un poco tembloroso.
—Sí —repuso—. La derretí con un cubo de agua.
—¡Cielos, qué súbito! —dijo la voz—. Bien, ven a verme mañana, pues necesito tiempo para pensarlo.
—Ya has tenido tiempo de sobra —declaró en tono airado el Leñador.
—No queremos esperar más —dijo el
Espantapájaros.
—¡Debes cumplir tus promesas! —exclamó Dorothy.
Al León le pareció que no estaría mal dar un susto al Mago, de modo que dejó escapar un tremendo rugido, tan feroz y espantoso que Toto saltó alarmado y fue a dar contra el biombo que había en el rincón, haciéndolo caer. Al oír el estrépito, los amigos miraron hacia allí y en seguida se sintieron profundamente asombrados al ver, en el sitio que hasta entonces ocultaba el biombo, a un viejecillo calvo y de arrugado rostro que parecía tan sorprendido como ellos. Levantando su hacha, el Leñador corrió hacia él, gritándole:
—¿Quién eres tú?
—Soy Oz, el Grande y Terrible —contestó el hombrecillo con voz temblona—. Pero no me mates, por favor, y haré lo que me pidan.
Nuestros amigos lo miraron sin saber qué hacer.
—Creí que Oz era una gran cabeza —dijo Dorothy.
—Y yo pensé que era una hermosa dama —manifestó el Espantapájaros.
—Y yo lo vi como una bestia terrible —dijo el Leñador.
—Y a mí me pareció que era una bola de fuego —exclamó el León.
—No, todos estaban equivocados —manifestó con humildad el hombrecillo—. Los estuve engañando.
—¿Engañando? —exclamó Dorothy—. ¿Acaso no eres un Gran Mago?
—Más bajo, querida —pidió él—. Si hablas tan alto te oirán, y eso me arruinaría. Todos suponen que soy un Gran Mago.
—¿Y no lo eres? —preguntó ella.
—En absoluto, queridita. No soy más que un hombre común.
—Eres más que eso —declaró el Espantapájaros en tono quejoso—. Eres un farsante.
—¡Exacto! —reconoció el hombrecillo, restregándose las manos como si aquello le complaciera—. Soy un farsante.
—¡Pero esto es terrible! —intervino el Leñador—. ¿Cómo voy a conseguir mi corazón?
—¿Y yo mi valor? —dijo el León.
—¿Y yo mi cerebro? —gimió el Espantapájaros, enjugándose las lágrimas con la manga.
—Queridos amigos, les ruego que no hablen de esas cosas sin importancia —pidió Oz— Piensen en mí y en el terrible aprieto en que me encuentro ahora que me han descubierto. —¿Nadie más sabe que eres un farsante? —preguntó Dorothy.
—Nadie lo sabe, excepto ustedes cuatro… y yo —respondió Oz—. He engañado a todos durante tanto tiempo que creí que jamás me descubrirían. Fue un error muy grave eso de haberles permitido entrar en el Salón del Trono. Por lo general no suelo ver siquiera a mis vasallos, y por eso creen que soy algo terrible.
—Pero, no lo entiendo —objetó Dorothy—. ¿Cómo fue que te apareciste como una gran cabeza?
—Fue una de mis tretas. Hagan el favor de venir por aquí y se lo explicaré.
Los condujo a una habitación pequeña en la parte trasera del Salón del Trono. Una vez allí, señaló hacia un rincón donde descansaba una gran cabeza fabricada con cartón y con la cara muy bien pintada.
—La colgué del techo con un alambre —explicó Oz—. Me quedé detrás del biombo y manipulé un piolín para hacer mover los ojos y abrir la boca.
—¿Pero y la voz?
—Es que soy ventrílocuo —explicó el hombrecillo—. Puedo dirigir mi voz hacia cualquier sitio y por eso te pareció que provenía de la cabeza. Aquí están las otras cosas que usé para engañarlos.
Así diciendo, mostró al Espantapájaros el vestido y la máscara que había usado cuando se presentó como la hermosa dama, y el Leñador vio que la bestia terrible no era más que un montón de pieles unidas entre sí y mantenidas separadas interiormente por medio de tablillas a fin de darles forma. En cuanto a la bola de fuego, el falso Mago la había colgado del techo, y en realidad era una gran bola de algodón que ardía con fiereza al encenderse el combustible de que estaba empapada.
—Francamente, deberías estar avergonzado de ser tan farsante —dijo el Espantapájaros.
Se sentaron todos y le escucharon mientras les contaba el siguiente relato:
—Nací en Omaha…
—¡Vaya, Omaha no está muy lejos de Kansas! — exclamó Dorothy.
—No, pero está más lejos de aquí —manifestó él, meneando la cabeza con gran pesar—. Cuando crecí me hice ventrílocuo y me enseñó muy bien un gran maestro. Por eso puedo imitar el grito de cualquier ser de la naturaleza. —Maulló como un gato y Toto levantó las orejas al tiempo que miraba por todas partes, muy intrigado. Luego continuó Oz—: Al cabo de un tiempo me cansé de eso y me hice aeronauta.
—¿Y eso qué es? —quiso saber Dorothy.
—Se llama así a los que vuelan en globo los días de feria a fin de atraer a la gente y conseguir que compren entradas para el circo —explicó él.
—¡Ah, sí, ya sé!
—Pues bien, un día subí en un globo y se enredaron las cuerdas, de modo que no pude volver a bajar. El globo subió más arriba de las nubes, y tan alto estaba que lo atrapó una corriente de aire que lo llevó a muchísimos kilómetros de distancia. Durante un día y una noche viajé por el aire, y en la mañana del segundo día desperté y vi que el globo se hallaba sobre un país extraño y hermoso.
Fui bajando poco a poco y sin sufrir el menor daño; pero me encontré en medio de una extraña multitud, la que, al verme bajar de las nubes, pensó que yo era un Gran Mago. Claro que les dejé creer tal cosa, porque vi que me temían y por ello prometieron hacer lo que yo les ordenara.
Sólo para entretenerme y tenerlos ocupados, les ordené construir esta ciudad y mi palacio, y lo hicieron de buen grado y con mucha habilidad. Después, como la región era tan verde y hermosa, se me ocurrió llamarla la Ciudad Esmeralda, y para que el nombre fuera apropiado les puse anteojos verdes a todos los habitantes, de modo que todo lo que vieran fuera de ese color”.
— ¿Pero no es todo verde? —preguntó Dorothy.
—No más que en cualquier otra ciudad —repuso Oz—. Pero cuando uno se pone anteojos verdes… bueno, pues, todo lo que uno ve parece verde. La
Ciudad Esmeralda fue construida hace muchísimos años, pues yo era un hombre joven cuando me trajo el globo y ahora soy muy viejo. Pero mis súbditos han usado anteojos verdes durante tanto tiempo que la mayoría de ellos creen que realmente están en una ciudad de esmeraldas, y por cierto que es un lugar hermoso, donde abundan las gemas y los metales preciosos, así como todas las cosas buenas que se requieren para hacerlo a uno feliz. Yo he sido bondadoso con mis vasallos y todos me quieren; pero desde que se construyó este palacio vivo encerrado en él y no los veo.
Uno de mis temores más grandes era hacia las brujas, porque mientras yo no tenía poderes mágicos, descubrí muy pronto que las brujas poseían el don de hacer cosas extraordinarias. Había cuatro en el país, y gobernaban a los pobladores del Norte, el Sur, el Este y el Oeste. Por fortuna, las brujas del Norte y el Sur eran buenas, y sabía yo que no me harían daño; pero las de Oriente y Occidente eran terriblemente malvadas, y de no haber pensado que yo era más poderoso que ellas, seguramente me habrían destruido. Por eso viví temiéndolas durante muchos años, y ya imaginarás lo contento que me puse cuando me enteré de que tu casa había caído sobre la Maligna Bruja de Oriente. Cuando viniste a verme, estaba dispuesto a prometerte cualquier cosa si eliminabas a la otra Bruja, y ahora que la has derretido me avergüenza reconocer que no puedo cumplir mis promesas.
—Me parece que eres un hombre muy malo —dijo Dorothy.
—¡No, no, querida! En realidad soy un hombre muy bueno, aunque admito que soy un Mago bastante malo.
—¿No puedes darme un cerebro? —preguntó el Espantapájaros.
—No lo necesitas; día a día vas aprendiendo algo nuevo. Los bebés tienen cerebro, pero no saben mucho. La experiencia es lo único que trae consigo el conocimiento, y cuanto más tiempo estés en la tierra tanta más experiencia has de adquirir.
—Eso podrá ser cierto —repuso el Espantapájaros—, pero yo me sentiré muy desdichado si no me das un cerebro.
El falso mago lo miró con atención.
—Bien —suspiró al fin—, tal como dije, no soy muy hábil como mago; pero si vienes mañana por la mañana, te llenaré la cabeza de sesos. Eso sí, no podré enseñarte a usarlos, pues lo tendrás que aprender por tu cuenta.
—¡Gracias, gracias! —exclamó el Espantapájaros—. Te aseguro que aprenderé a usarlos.
—¿Y mi valor? —intervino el León en tono ansioso.
—Estoy seguro de que te sobra valor —respondió Oz—. Lo único que necesitas es tener confianza en ti mismo. No hay ser viviente que no sienta miedo cuando se enfrenta al peligro. El verdadero valor reside en enfrentarse al peligro aun cuando uno está asustado, y esa clase de valor la tienes de sobra.
—Puede que así sea, pero, así y todo, me domina el miedo —declaró el León—. En realidad me sentiré muy desdichado si no me das el valor que le hace olvidar a uno que tiene miedo.
—Muy bien, mañana te daré esa clase de coraje —replicó Oz.
—¿Y mi corazón? —preguntó el Leñador.
—Bueno, en cuanto a eso, creo que te equivocas al querer tener corazón. Lo hace a uno muy desdichado. Te aseguro que eres afortunado al no tenerlo.
—Cada uno opina lo que quiere —replicó el Leñador—. Por mi parte, soportaré en silencio todas mis desdichas si me das un corazón.
—Muy bien —admitió Oz con humildad—. Ven a verme mañana y tendrás tu corazón. He desempeñado el papel de Mago tantos años que bien puedo seguir haciéndolo un poco más.
—Y ahora —intervino Dorothy—, ¿cómo regresaré yo a Kansas?
—Eso tendremos que pensarlo —contestó el hombrecillo—. Dame dos o tres días para estudiar el asunto y trataré de hallar el medio de llevarte por sobre el desierto. Ahora, todos ustedes serán mis huéspedes, y mientras vivan en el Palacio, mis súbditos los atenderán y satisfarán sus más íntimos deseos. Sólo una cosa les pido a cambio de mi ayuda: tendrán que guardar mi secreto y no decir a nadie que soy un farsante.
Los amigos prometieron no decir nada de lo que acababan de saber y, muy animados, regresaron a sus respectivos dormitorios. Hasta Dorothy abrigaba la esperanza de que “El Grande y Terrible Farsante”, como lo llamaba, pudiera hallar el medio de enviarla de regreso a Kansas. Si lo hacía, estaba dispuesta a perdonarle todo.
CAPÍTULO 16 La magia del gran farsante
La mañana siguiente el Espantapájaros dijo a sus amigos: —Felicítenme; al fin voy a ver a Oz para que me dé mi cerebro. Cuando regrese seré como todos los demás.
—Siempre me has gustado como eres —declaró Dorothy.
—Eres bondadosa al querer a un
Espantapájaros— repuso él—. Pero seguramente me apreciarás más cuando te enteres de los maravillosos pensamientos que saldrán de mi nuevo cerebro.
Después se despidió de todos con gran alegría y fue hacia el Salón del Trono.
—Adelante —respondió Oz a su llamado.
Al entrar, el Espantapájaros vio al hombrecillo sentado junto a la ventana, sumido en profundas reflexiones.
—Vengo a buscar mi cerebro —dijo con cierta vacilación.
—Sí, sí. Haz el favor de sentarte en esa silla —repuso Oz—. Tendrás que perdonarme por sacarte la cabeza, pero lo haré a fin de poner tu cerebro en su sitio apropiado.
—Está bien. Puedes sacarme la cabeza, ya que me la habrás mejorado cuando vuelvas a ponérmela.
Y el Mago le quitó la cabeza y le vació la paja de que estaba rellena. Después fue a otra habitación y tomó una medida de afrecho
(cáscaras de cereales) que mezcló con gran cantidad de alfileres y agujas. Una vez que hubo mezclado bien todo esto, puso la mezcla en la parte superior de cabeza del Espantapájaros y terminó de rellenarla con paja para mantenerla en su lugar.
Cuando volvió a poner la cabeza sobre los hombros del paciente, le dijo:
—De aquí en adelante serás un gran hombre, pues acabo de ponerte un cerebro de primera.
El Espantapájaros se sintió tan complacido como orgulloso ante el cumplimiento de su gran deseo, y una vez que hubo agradecido debidamente a Oz, regresó al lado de sus amigos.
Dorothy lo miró con curiosidad al ver su cabeza que parecía haberse agrandado en la parte superior.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
—Muy sabio por cierto —contestó él con gran seriedad—. Cuando me acostumbre a mi cerebro, lo sabré todo.
—¿Por qué te sobresalen de la cabeza todos esos alfileres y agujas? —preguntó el Leñador. —Esa es la prueba de que es agudo —comentó el León.
—Bien, ahora me toca a mí —dijo Leñador, y fue a llamar a la puerta del Salón del Trono.
—Adelante —le invitó Oz.
—Vengo en busca de mi corazón —anunció el hombre de hojalata.
—Muy bien. Pero tendré que abrirte un agujero en el pecho para colocar el corazón en su sitio adecuado. Espero que no te haga daño.
—En absoluto. No sentiré nada.
Oz fue a buscar un par de tijeras de hojalatero e hizo un orificio rectangular en el costado izquierdo del pecho del Leñador. Después abrió un cajón de la cómoda y sacó un bonito corazón hecho de seda roja y relleno de aserrín.
—¿Verdad que es hermoso? —preguntó.
—Lo es de veras —repuso el Leñador, muy complacido—. ¿Pero es un corazón bondadoso?
—Muchísimo. —Oz puso el corazón en el pecho del paciente y volvió a colocar la tapa del orificio, soldando las coyunturas con gran cuidado—. Ya está. Ahora tienes un corazón del que cualquiera se sentiría orgulloso. Lamento haber tenido que ponerte un remiendo en el pecho, pero fue inevitable.
—El remiendo no importa —exclamó el feliz Leñador—. Te estoy muy agradecido y jamás olvidaré tu bondad.
—Ni lo menciones —dijo el Mago.
El Leñador volvió al lado de sus amigos, los que lo felicitaron sinceramente por su gran fortuna.
El León fue entonces a llamar a la puerta del salón.
—Adelante —invitó Oz.
—Vengo en busca de mi valor —anunció el felino al entrar.
—Muy bien, iré a buscarlo —contestó el hombrecillo.
Fue hacia un armario y del estante más alto retiró una botella rectangular cuyo contenido vertió en un tazón de oro verdoso muy bien trabajado. Poniéndolo delante del León cobarde —que lo olió como si no le agradara —le dijo:
—Bebe.
—¿Qué es?
—Verás —fue la respuesta—, si lo tuvieras en tu interior sería valor. Naturalmente, ya sabes que el valor está siempre dentro de uno, de modo que a esto no se le puede llamar realmente coraje hasta que lo hayas bebido. Por lo tanto te aconsejo que lo bebas lo antes posible.
Sin vacilar un momento más, el León bebió hasta vaciar el contenido del tazón.
—¿Cómo te sientes ahora? —preguntó Oz.
—Lleno de coraje —repuso el León, y regresó muy contento al lado de sus amigos para hacerles partícipes de su gran alegría.
Una vez solo, Oz sonrió al pensar en el éxito que acompañó a su tentativa de dar al Leñador, al Espantapájaros y al León exactamente lo que cada uno creía desear.
—¿Cómo puedo evitar ser un farsante cuando toda esta gente me hace creer cosas que todos saben que son imposibles? —dijo—. Fue fácil satisfacer los deseos del Espantapájaros, el León y el Leñador, porque ellos imaginan que soy omnipotente. Pero se necesitará algo más que imaginación para llevar a Dorothy de regreso a Kansas, y estoy bien seguro que no sé cómo puede hacerse.
CAPÍTULO 17 La partida del globo
Pasaron tres días sin que Dorothy tuviera noticias de Oz, y fueron días muy tristes para la niñita aunque sus amigos se sentían felices y contentos. El Espantapájaros se afanaba de las ideas que bullían en su cabeza. Al andar de un lado a otro, el Leñador sentía el corazón que le golpeaba el pecho, y dijo a Dorothy que había descubierto que era un corazón más bondadoso y tierno que el que tenía cuando era de carne y hueso. El León afirmaba no tener miedo a nada en la tierra y estar dispuesto a enfrentarse a un ejército de hombres o a una docena de los feroces
Kalidahs. De modo que todos estaban satisfechos, excepto Dorothy, quien anhelaba más que nunca regresar a Kansas.
Para su gran júbilo, el cuarto día la mandó llamar Oz, y cuando entró en el Salón del Trono la saludó afablemente. —Siéntate, queridita. Creo que he hallado el modo de sacarte de este país.
—¿Y de regresar a Kansas? —inquirió ella ansiosamente.
—Bueno, no estoy seguro respecto de Kansas
—fue la respuesta—, pues no tengo la menor idea del rumbo a tomar; pero lo principal es cruzar el desierto, y entonces ha de ser fácil hallar el camino de regreso al hogar.
—¿Cómo puedo cruzar el desierto?
—Te diré lo que pienso —expresó el hombrecillo—. Cuando vine a este país lo hice en un globo. Tú también viniste por el aire, ya que te trajo un ciclón. Por eso creo que la mejor manera de cruzar el desierto ha de ser por el aire. Ahora bien, para mí es imposible hacer un ciclón, pero ha estado pensando en el asunto y creo que puedo hacer un globo.
—¿Cómo?
—Los globos se hacen con seda a la que se recubre de goma para que no escape el gas. En el Palacio tengo seda de sobra, de modo que no será difícil fabricar un globo. Pero en todo este país no hay gas para llenar el globo a fin de que se eleve.
—Si no se eleva no nos servirá de nada —puntualizó Dorothy.
—Verdad —contestó Oz—. Pero hay otra manera de hacerlo volar, y es llenándolo de aire caliente. No es tan bueno como el gas, pues si el aire se enfriara el globo caería en el desierto y los dos estaríamos perdidos.
—¿Los dos? —exclamó la niña—. ¿Irás conmigo?
—Sí, claro. Estoy cansado de ser tan farsante. Si saliera del Palacio mis súbditos descubrirían muy pronto que no soy un Mago, y entonces se enfadarían conmigo por haberlos engañado. Por eso tengo que permanecer encerrado en estos salones todo el día, lo cual es cansador. Más me gustaría irme a Kansas contigo y volver a trabajar en el circo.
—Con gusto acepto tu compañía —dijo ella.
—Gracias. Ahora, si me ayudas a coser las piezas de seda, empezaremos a confeccionar el globo.
Dorothy tomó aguja e hilo y, tan pronto como Oz cortaba las piezas de seda de la forma adecuada, ella las iba uniendo. Primero colocó una tira de seda verde clara, luego una verde oscura y después otra verde esmeralda, pues Oz quería dar al globo diversos matices de su color preferido. Tardó tres días en unir las piezas, pero cuando hubo terminado tenían un gran globo de seda verde de más de seis metros de largo.
Oz le pasó una mano de goma liquida por la parte interior a fin de hacerlo hermético, y luego anunció que el aeróstato estaba listo.
—Pero necesitamos la canasta para ir nosotros —manifestó.
Dicho lo cual envió al soldado de la barba verde en busca de un gran canasto de ropa, el que aseguró con muchas cuerdas a la parte inferior del globo.
Cuando todo estuvo listo, Oz hizo anunciar a sus vasallos que iba a visitar a un gran Mago colega que vivía en las nubes. La noticia cundió rápidamente por la ciudad y todos salieron a ver el maravilloso espectáculo.
Oz ordenó que llevaran el globo frente al Palacio y la gente lo miró con gran curiosidad. El Leñador había cortado un gran montón de leña que ahora encendió, y Oz mantuvo la boca inferior del globo sobre el fuego a fin de que el aire caliente que se elevaba del mismo fuera llenando la gran bolsa de seda. Poco a poco se fue hinchando el aeróstato y se elevó en el aire hasta que el canasto apenas si tocaba el suelo. Oz saltó entonces al interior del canasto y anunció en alta voz:
—Me voy a hacer una visita. Mientras falte yo, el Espantapájaros los gobernará, y les ordeno que lo obedezcan como me obedecerían a mí.
Ya para entonces el globo tiraba con fuerza de la cuerda que lo retenía sujeto al suelo, pues el aire en su interior estaba muy caliente, lo cual lo hacía mucho más liviano que el aire exterior.
—¡Ven, Dorothy! —llamó el Mago— Apúrate, antes que se vuele el globo.
—No encuentro a Toto —respondió Dorothy, quien no quería dejar a su perrito.
Toto habíase alejado por entre la gente para ir a ladrarle a un gatito, y la niña lo halló al fin, lo tomó en sus brazos y corrió hacia el globo. Estaba a pocos pasos del mismo y Oz le tendió la mano para ayudarla a subir, cuando se cortaron las cuerdas y el aeróstato se elevo sin ella.
—¡Vuelve! —gritó—. ¡Yo también quiero ir!
—No puedo volver, queridita —respondió Oz desde lo alto—. ¡Adiós!
—¡Adiós! —gritaron los presentes, y todos los ojos se alzaron hacia el Mago que cada vez se alejaba más y más hacia el cielo.
Aquella fue la última vez que vieron a Oz, el Mago Maravilloso, aunque es posible que haya llegado a Omaha con toda felicidad y se encuentre allí ahora. Pero sus vasallos lo recordaron siempre con mucho cariño.
—Oz fue siempre nuestro amigo —se decían uno a otro—. Cuando estuvo aquí construyó para nosotros esta maravillosa Ciudad Esmeralda, y ahora que se ha ido nos dejó al Sabio
Espantapájaros para que nos gobierne.
Así y todo, durante mucho tiempo lamentaron la pérdida del Gran Mago y nada podía consolarlos.
CAPÍTULO 18
En viaje al Sur
Dorothy lloró amargamente al desvanecerse sus esperanzas de regresar a su hogar, mas cuando pudo pensarlo con calma se alegró de no haberse ido en el globo, y ella y sus compañeros lamentaron perder a Oz.
—En verdad sería un ingrato si no llorara al hombre que me dio este hermoso corazón que tengo —le dijo el Leñador—. Quisiera llorar un poco la pérdida de Oz, si es que me haces tú el favor de enjugarme las lágrimas para que no me oxide.
—Con gusto —respondió ella, y fue a buscar una toalla.
El Leñador lloró durante varios minutos mientras ella observaba sus lágrimas con gran atención y se las secaba. Cuando él hubo terminado, le dio las gracias y se aceitó minuciosamente con su enjoyada aceitera a fin de no correr riesgos.
El Espantapájaros era ahora el gobernante de la Ciudad y aunque no era un Mago, la gente se mostraba orgullosa de él.
—Porque no hay ninguna otra ciudad del mundo gobernada por un hombre relleno de paja —decían.
Y, que ellos supieran, estaban en lo cierto.
Un día después que el globo se hubo llevado a Oz, los cuatro amigos se reunieron en el Salón del Trono para hablar de la situación. El Espantapájaros se sentó en el gran sillón y los otros, muy respetuosos, permanecieron de pie ante él.
—No estamos tan mal —dijo el nuevo gobernante—, pues este Palacio y la Ciudad Esmeralda nos pertenecen y podemos hacer lo que nos plazca. Cuando recuerdo que no hace mucho estaba clavado en un poste en medio de un maizal y que ahora soy el gobernante de esta hermosa ciudad, me siento muy satisfecho con mi suerte.
—Yo también estoy contento con tener un corazón —manifestó el Leñador—, y en realidad era lo único que ansiaba en el mundo.
—Por mi parte me alegra saber que soy tan valiente como cualquier otra fiera… si es que no lo soy más —dijo el León con gran modestia.
—Si Dorothy se contentara con vivir en la Ciudad Esmeralda, todos podríamos ser felices —agregó el Leñador.
—Pero es que no quiero vivir aquí —protestó la niña—. Quiero regresar a Kansas y vivir con mi tía Em y mi tío Henry.
—Bien, entonces, ¿qué se puede hacer?
—preguntó el Leñador.
El Espantapájaros decidió meditar al respecto, y tanto pensó que los alfileres y agujas empezaron a sobresalirle por la coronilla. Al fin dijo:
—¿Por qué no llamas a los Monos Alados y les pides que te lleven por sobre el desierto?
—¡Jamás se me ocurrió! —exclamó Dorothy con gran alegría—. Es lo más indicado. Iré a buscar el Gorro de Oro.
Poco después regresó con el Gorro al Salón del Trono y dijo las palabras mágicas que en muy poco tiempo atrajeron a la banda de Monos Alados, los que entraron volando por la ventana abierta y se detuvieron frente a ella.
—Es la segunda vez que nos llamas —dijo el Rey, inclinándose ante la niñita—. ¿Qué deseas de nosotros?
—Quiero que me lleven volando a Kansas —pidió Dorothy. Pero el Mono Rey meneó la cabeza.
—Eso es imposible —contestó—. Sólo pertenecemos a este país y no podemos dejarlo. Aún no ha habido ningún Mono Alado en Kansas, y supongo que jamás lo habrá, pues no pertenecemos a ese lugar. Con mucho gusto te serviremos en lo que esté a nuestro alcance, pero no podemos cruzar el desierto. Adiós.
Y, haciendo otra reverencia, el Mono Rey extendió sus alas y se fue por la ventana con sus súbditos a la zaga.
Dorothy estuvo a punto de llorar a causa del desengaño sufrido.
—He malgastado el encanto del Gorro de Oro para nada, pues los Monos Alados no pueden ayudarme —dijo.
—Es doloroso de veras —murmuró el bondadoso Leñador.
El Espantapájaros estaba pensando de nuevo, y su cabeza se agrandaba tanto que Dorothy temió que estallara.
—Llamemos al soldado de la barba verde y pidámosle consejo —dijo al fin el hombre de paja.
Llamaron al soldado, quien entró en el Salón del Trono con gran timidez, pues mientras Oz estaba allí, jamás se le permitió que pasara de la puerta.
—Esta niñita desea cruzar el desierto —le dijo el Espantapájaros—. ¿Cómo puede hacerlo?
—No sabría decirlo porque nadie ha cruzado el desierto, salvo el Gran Oz —contestó el soldado verde.
—¿No hay nadie que pueda ayudarme? —preguntó Dorothy en tono ansioso.
—Glinda podría ayudarte —sugirió el soldado.
—¿Quién es Glinda? —quiso saber el
Espantapájaros.
—La Bruja del Sur. Es la más poderosa de todas y gobierna a los Quadlings. Además su castillo se halla al borde del desierto, de modo que tal vez ella sepa cómo cruzarlo.
—Glinda es una Bruja Buena, ¿verdad? —dijo la niña.
—Los Quadlings la quieren mucho, y ella es buena con todos —contestó el soldado—. Me han dicho que es una mujer hermosa que sabe mantenerse joven a pesar de los años que ha vivido.
—¿Cómo puedo llegar a su castillo?
—El camino va directo al sur, pero dicen que está lleno de peligros para los viajeros. En el bosque hay bestias salvajes y una raza de hombres extraños a quienes no les gusta que los forasteros crucen sus tierras. Por esta razón nunca viene ninguno de los Quadlings a la Ciudad Esmeralda.
El soldado se retiró entonces, y el Espantapájaros manifestó:
—A pesar de los peligros, parece que lo más conveniente es que Dorothy viaje a las tierras del Sur y pida a Glinda que la ayude, porque de otro modo jamás podrá volver a Kansas:
—Seguro que has estado pensando otra vez —comentó el Leñador.
—Así es —repuso el Espantapájaros.
—Yo iré con Dorothy —declaró el León—. Estoy cansado de la ciudad y extraño el bosque y los campos. Ya saben que soy una fiera salvaje. Además, Dorothy necesitará a alguien que la proteja.
—Eso es verdad —concordó el Leñador—. Mi hacha podría serle útil, de modo que iré con ella a la tierra del Sur.
—¿Cuándo partimos? —preguntó el
Espantapájaros.
—¿Tú también vas? —preguntaron sorprendidos.
—Claro que sí. De no ser por Dorothy, no tendría cerebro. Ella me sacó del poste en el maizal y me trajo a la Ciudad Esmeralda, así que le debo mi buena suerte y jamás la dejaré hasta que haya partido hacia Kansas de una vez por todas.
—Gracias —agradeció Dorothy—. Son muy bondadosos conmigo, y me gustaría partir lo antes posible.
—Nos iremos mañana por la mañana —dijo el Espantapájaros—. Ahora vamos aprepararnos; el viaje será largo.
CAPÍTULO 19
El ataque de los arboles belicosos
La mañana siguiente Dorothy se despidió con un beso de la bonita doncella verde y después saludaron todos al soldado de la barba que los había acompañado hasta la puerta. Cuando el guardián volvió a verlos, se extrañó mucho de que quisieran salir de la hermosa ciudad para correr nuevas aventuras; pero en seguida les quitó los anteojos, que volvió a guardaren la caja verde, y les deseó muy buena suerte.
—Ahora eres nuestro gobernante —dijo al Espantapájaros—. Así que debes volver lo antes posible.
—Lo haré si puedo —fue la respuesta—. Pero primero debo ayudar a Dorothy a regresar a su hogar.
Al despedirse del bondadoso guardián, la niña le dijo:
—Me han tratado muy bien en tu bonita ciudad, y todos han sido muy buenos conmigo. No sé cómo agradecerles.
—No lo intentes siquiera, querida —repuso él—. Nos gustaría conservarte con nosotros, pero, ya que deseas regresar a Kansas, espero que encuentres el camino.
Abrió entonces la puerta exterior y los amigos salieron por ella para emprender su viaje.
El sol brillaba con todo su esplendor cuando nuestros amigos se volvieron hacia el Sur; estaban todos muy animados y reían y charlaban alegremente. A Dorothy la alentaba de nuevo la esperanza de regresar al hogar, y el Espantapájaros y el Leñador se alegraban de poder serle útiles. En cuanto al León, aspiró el aire libre con deleite y agitó la cola fuertemente, lleno de alegría al hallarse de nuevo en campo abierto. Toto, por su parte, corría alrededor de todos ellos y se alejaba a veces persiguiendo mariposas, sin dejar de ladrar en ningún momento.
—La vida de la ciudad no me sienta —comentó el León mientras iban marchando a paso vivo—. He perdido kilos mientras estuve allá, y ahora estoy ansioso por demostrar a las otras fieras lo valiente que soy.
Se volvieron entonces para lanzar una última mirada a la Ciudad Esmeralda, y todo lo que pudieron ver fue el perfil de las torres y campanarios detrás de los muros verdes y, muy por encima de todo, la cúpula enorme del Palacio de Oz.
—La verdad es que Oz no era malo como mago —dijo el Leñador al sentir que el corazón le golpeteaba dentro del pecho.
—Supo darme un cerebro, y muy bueno por cierto —manifestó el Espantapájaros.
—Si él hubiera tomado la misma dosis de valor que me dio a mí —terció el León—, habría sido un hombre muy valiente.
Dorothy no dijo nada. Oz no había cumplido la promesa que le hiciera, aunque hizo todo lo posible, de modo que lo perdonaba. Como él mismo decía, era un buen hombre, aunque de mago no tuviera nada.
El primer día de viaje los llevó a través de los verdes campos salpicados de flores que se extendían alrededor de la Ciudad Esmeralda. Aquella noche durmieron sobre la hierba, sin otra manta que las estrellas que brillaban en el cielo; sin embargo, descansaron muy bien.
En la mañana continuaron andando hasta llegar a un espeso bosque al que parecía imposible rodear, pues se extendía a izquierda y derecha tan lejos como alcanzaba la vista. Además, no se atrevían a desviarse de la ruta directa por temor de extraviarse. De modo que empezaron a buscar un punto por el cual fuera fácil entrar en el bosque.
El Espantapájaros, que iba a la cabeza del grupo, descubrió al fin un corpulento árbol dotado de ramas tan extendidas hacia los costados que por debajo podrían pasar todos ellos. Al observar el espacio libre, se encaminó hacia el árbol, mas cuando llegaba debajo de las primeras ramas, éstas se inclinaron y se enroscaron en su cuerpo, levantándolo acto seguido para arrojarlo con fuerza hacia donde se hallaban sus compañeros de viaje.
Aunque esto no le hizo daño, no dejó de sorprenderlo, y el pobre hombre de paja parecía un tanto atontado cuando Dorothy lo ayudó a levantarse.
—Allí hay otro espacio entre los árboles —anunció el León.
—Déjenme probar a mi primero —pidió el Espantapájaros pues no me hace daño que me arrojen a tierra.
Así hablando, se encaminó hacia el otro árbol, pero las ramas lo apresaron inmediatamente y volvieron a arrojarlo.
—Es muy extraño —dijo Dorothy—. ¿Qué podemos hacer?
—Parece que los árboles han decidido luchar contra nosotros para impedir nuestro viaje —comentó el León.
Creo que ahora voy a probar yo —dijo el Leñador.
Se echó el hacha al hombro y fue hacia el primero de los árboles que tan mal había tratado al Espantapájaros. Cuando una gruesa rama descendió para apoderarse de él, el hombre de hojalata le asestó un tajo tan feroz que la cortó en dos. En seguida empezó el árbol a sacudir todas sus otras ramas como si estuviera muy dolorido, y el Leñador pudo pasar por debajo sin ninguna dificultad.
—¡Vamos! —les gritó a los otros—. ¡Aprisa!
Todos se adelantaron a la carrera y pasaron debajo del árbol sin sufrir el menor daño, salvo Toto, al que apresó una rama pequeña que lo sacudió hasta hacerlo aullar, pero el Leñador la cortó sin demora, liberando así al perrito.
Los otros árboles del bosque no hicieron nada para impedir su paso, razón por la cual los viajeros comprendieron que sólo la primera hilera podía doblar sus ramas hacia abajo, y probablemente eran los guardianes del bosque, dotados de aquel maravilloso poder a fin de mantener alejados a los intrusos.
Los cuatro amigos marcharon tranquilamente por entre los árboles hasta llegar al otro lado del bosque, y allí, para su gran sorpresa, se hallaron frente a un alto muro que parecía de porcelana blanca. Era tan pulido como la superficie de un plato y se elevaba muy por encima de las cabezas de todos ellos.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Dorothy.
—Fabricaré una escalera —manifestó el Leñador—, pues no cabe duda que debemos pasar por sobre ese muro.
CAPÍTULO 20 El delicado País de Porcelana
Mientras el Leñador hacía la escalera con troncos delgados que halló en el bosque, Dorothy se acostó a dormir, pues la larga caminata la había fatigado. El León también se echó a descansar y Toto se acurrucó a su lado.
El Espantapájaros se quedó mirando al Leñador mientras éste trabajaba.
—No se me ocurre por qué razón está aquí este muro ni de qué está hecho —le dijo.
—No canses tu cerebro ni pienses en el muro
—repuso el Leñador—. Cuando lo hayamos salvado, ya sabremos lo que hay detrás de él.
Al cabo de un tiempo estuvo lista la escalera, que parecía un tanto rústica, aunque el Leñador afirmó que era fuerte y serviría para lo que la necesitaban. El Espantapájaros despertó a los durmientes y les dijo que ya tenían los medios para subir a lo alto del muro. El mismo subió primero, pero lo hizo con tanta torpeza que Dorothy tuvo que seguirlo de cerca a fin de evitar que se cayera. Cuando su cabeza sobrepasó la parte superior de la pared, el hombre de paja exclamó:
—¡Cielos!
Siguió subiendo y se sentó en lo alto del muro, mientras que Dorothy ascendía tras él y exclamaba también:
—¡Cielos!
Después subió Toto y en seguida empezó a ladrar, pero Dorothy le hizo callar al instante.
Después subió el León y el último fue el Leñador, y ambos exclamaron “¡Cielos!”, como los otros, no bien hubieron mirado por encima del muro. Cuando se hallaban todos sentados en lo alto, formando una hilera, miraron hacia abajo y vieron un espectáculo sumamente extraño.
Ante ellos se extendía una región cuyo suelo era tan suave, reluciente y blanco como la superficie de un gran plato. Diseminadas por los alrededores había numerosas casas de porcelana pintadas de los colores más vivos que pueda uno imaginar. Las viviendas eran pequeñas, y el techo de la más alta difícilmente podría llegar a la cintura de Dorothy. Se veían también bonitos graneros rodeados por cercas de porcelana, y abundaban las vacas, ovejas, caballos, cerdos y gallinas, todos del mismo material.
Pero lo más extraño de todo eran las personas que vivían en aquella región de maravillas. Había jovencitas que cuidaban las vacas y otras encargadas de las ovejas, todas ataviadas con vestidos de brillantes colores salpicados de lunares dorados, y princesas de vistosos ropajes de plata, oro y púrpura, y pastores con calzones hasta las rodillas, pintados de rosa, amarillo y azul, y príncipes tocados de coronas enjoyadas y luciendo capas de armiño y jubones de satén, y cómicos payasos de raras vestimentas, mejillas pintadas y extraños gorros cónicos. Pero lo más extraño era que toda aquella gente estaba hecha de porcelana, y el más alto de ellos apenas si alcanzaba a la altura de la rodilla de Dorothy.
Al principio ninguno prestó atención a los viajeros, salvo un diminuto perro de porcelana púrpura que se acercó al muro y les ladró con voz apenas audible, luego de lo cual se alejó corriendo.
—¿Cómo bajamos? —preguntó Dorothy.
La escala era tan pesada que no pudieron levantarla, de modo que el Espantapájaros se dejó caer a tierra y los otros saltaron sobre él a fin de que el duro suelo no les dañara los pies. Cuando estuvieron todos abajo, levantaron al Espantapájaros, que estaba completamente aplastado, y le dieron forma de nuevo.
—Tenemos que cruzar este lugar tan extraño si queremos llegar al otro lado –dijo Dorothy—. No sería prudente tomar otro rumbo que no sea el más directo hacia el sur.
Empezaron a marchar por el País de Porcelana y lo primero con que se encontraron fue una delicada jovencita de porcelana que estaba ordeñando una vaca. Cuando se acercaron, la vaca coceó de pronto y derribó el banquillo, el balde y aun a la joven, y todo ello cayó al piso de porcelana con gran estrépito.
A Dorothy le dolió mucho ver que la vaca habíase roto una pata, y que el balde estaba hecho añicos, mientras que la pobre doncella tenía roto el codo izquierdo.
—¡Ea! —exclamó la joven en tono indignado—. ¡Mira lo que has hecho! A mi vaca se le ha roto una pata y tendré que llevarla al remendón para que se la pegue. ¿Cómo te atreves a venir aquí y asustar así a mi animal?
—Lo siento muchísimo —contestó Dorothy—. Te ruego que nos perdones.
Pero la bonita doncella estaba demasiado enfadada para responder. Levantó la pata rota y, sin decir palabra, se llevó a su vaca que cojeaba sobre sus tres patas restantes. Al alejarse lanzó varias miradas de reproche por sobre el hombro a los torpes forasteros.
Dorothy se sintió bastante apenada por el accidente.
—Tendremos que ser muy cuidadosos en este país —dijo el bondadoso Leñador—. De otro modo podríamos lastimar sin remedio a sus bonitos habitantes.
Un poco más adelante Dorothy se encontró con una princesa maravillosamente vestida, la que se detuvo de pronto al ver a los intrusos y luego empezó a alejarse aprisa.
Como quería verla un poco mejor, Dorothy echó a correr tras ella. Pero la jovencita de porcelana se puso a gritar:
—¡No me persigas! ¡No me persigas!
Su vocecilla denotaba tanto temor que Dorothy se detuvo y le preguntó:
—¿Por qué no?
—Porque si corro podría caerme y hacerme pedazos —respondió la princesa, deteniéndose también, aunque a cierta distancia.
—¿Pero no podrían remendarte?
—Sí, pero una nunca queda tan bonita como es después que la componen.
—Supongo que no —admitió Dorothy.
—Ahí tienes al señor Bromista, uno de nuestros payasos —continuó la princesa de porcelana—. Siempre trata de pararse sobre su cabeza y se ha roto el cuerpo tantas voces que está remendado en cien lugares diferentes, y ahora ya no es nada bonito. Allí lo tienes, puedes verlo con tus propios ojos.
En efecto, se acercaba a ellos un gracioso payaso en miniatura, y al observarlo bien, Dorothy notó que, a pesar de sus bonitas ropas de vistosos colores, estaba cubierto de rajaduras que corrían en todos sentidos e indicaban que había sido remendado muchísimas veces.
El payaso se puso las manos en los bolsillos y, luego de inflar las mejillas y saludarles con varias inclinaciones de cabeza, declamó:
—Hermosa damita, ¿por qué miras así al pobre señor Bromista? ¿Acaso tragaste una vara que estás tan dura y erguida?
—¡Calle usted, señor! —ordenó la princesa—. ¿No ve que son forasteros y merecen ser tratados con respeto?
—Bueno, yo respeto, yo respeto —repuso el Payaso, y en seguida se paró sobre su cabeza.
—No le hagas caso —pidió la princesa a Dorothy—. Se ha golpeado mucho la cabeza y eso lo tiene atontado.
—No le haré caso —dijo Dorothy—. Pero tú eres tan hermosa que creo que podría llegar a quererte muchísimo. ¿Me permitirías llevarte a Kansas y ponerte sobre la repisa de la chimenea de mi tía Em? Podría llevarte en mi cesta.
—Lo cual me haría muy desdichada —respondió la princesa—. Te diré, aquí en nuestro país vivimos bien y podemos hablar y movemos a voluntad. Pero cuando nos sacan de esta región se nos endurecen las coyunturas y lo único que podemos hacer es permanecer rígidos y mostramos bonitos. Claro que es lo único que se espera de nosotros cuando estamos sobre repisas, mesas y en vitrinas, pero en nuestro propio país vivimos mucho mejor.
—¡Por nada del mundo querría hacerte desdichada! —exclamó Dorothy—. Así que me limitaré a decirte adiós. —Adiós —contestó la princesa.
Los cuatro amigos marcharon con gran cuidado por el País de Porcelana. Los diminutos animales y todos los pobladores se apartaron a toda prisa de su camino, temerosos de que aquellos forasteros los rompieran, y al cabo de una hora o más, los viajeros llegaron al límite de la región y se encontraron con otro muro de porcelana.
Empero, éste no era tan elevado como el primero y, parándose sobre el lomo del León, todos pudieron llegar a lo alto de la pared. Después el felino encogió sus patas y dio un tremendo salto para salvar el obstáculo. Al hacerlo, derribó con la cola una hermosa iglesia de porcelana y la hizo pedazos.
—Es una lástima —dijo Dorothy—, pero en realidad creo que tuvimos suerte en no haber causado otros males que la pata rota de una vaca y una iglesia hecha añicos. ¡Esta gente es tan frágil!
—Así es, en efecto —concordó el
Espantapájaros— y yo me alegro de estar hecho de paja y a prueba de golpes. En el mundo hay destinos peores que el ser un Espantapájaros.
CAPÍTULO 21 El León llega a ser el Rey de las Bestias
Luego de bajar del muro de porcelana, los viajeros se hallaron en una región desagradable, llena de pantanos y cubierta de altas hierbas malolientes. Resultaba difícil caminar sin caer en hoyos llenos de barro, pues las malezas eran tan tupidas que ocultaban el suelo. Sin embargo, como observaron las mayores precauciones, pudieron pasar sin accidentes hasta llegar a terreno sólido. Allí parecía la región más silvestre que nunca, y al cabo de una larga y cansadora caminata por entre las malezas, entraron en una selva donde los árboles eran mucho más grandes y añosos que los que habían visto hasta entonces.
—Esta selva es encantadora —declaró el León, mirando en torno suyo con gran placer—.
Jamás he visto un lugar más atractivo.
—Parece un poco tétrico —observó el
Espantapájaros.
—Nada de eso —repuso el León—. Me gustaría pasar aquí el resto de mi vida. Fíjate en lo mullidas que son las hojas secas y en lo verde que es el musgo que se adhiere a esos viejos árboles. Ninguna bestia salvaje podría desear un hogar mejor que éste.
—Quizás haya animales salvajes —comentó Dorothy. —Supongo que los hay —contestó el León—, pero no veo a ninguno.
Marcharon por el bosque hasta que la oscuridad les impidió continuar andando. Dorothy, Toto y el León se tendieron a dormir, mientras que el Leñador y el Espantapájaros montaron guardia como de costumbre.
Al llegar la mañana, partieron de nuevo, y antes de haber avanzado mucho empezaron a oír un sonido sordo como el gruñir de muchos animales salvajes. Toto lanzó un gemido bajo, pero los otros no se atemorizaron, y siguieron por una senda bien marcada hasta llegar a un claro en el que se hallaban reunidos centenares de animales salvajes de todas las especies imaginables. Había tigres y elefantes, osos y lobos y zorros, así como todos los otros ejemplares que solemos ver en la Historia Natural, y por un momento sintió Dorothy que la dominaba el temor. Pero el León explicó que las bestias estaban en reunión, agregando que, a juzgar por sus gruñidos, parecían verse en grandes dificultades.
Mientras así hablaba el felino, varios de los animales se fijaron en él y en seguida se hizo el silencio entre los presentes.
El más grande de los tigres adelantase hacia el León, le hizo una reverencia y le dijo:
—¡Bienvenido, Rey de las Bestias! Llegas a tiempo para luchar contra nuestro enemigo y brindar tranquilidad a todos los animales de la selva.
—¿Qué les pasa? —preguntó el León con voz tranquila.
—Nos amenaza un feroz enemigo que hace poco ha llegado a esta selva —replicó el tigre—. Es un monstruo tremendo, semejante a una gran araña, con el cuerpo tan grande como el de un elefante y patas tan largas como el tronco de un árbol. Tiene ocho patas, y al arrastrarse por la selva apresa animales y se los lleva a la boca, comiéndoselos como se come la araña a las moscas. Corremos gran peligro mientras esa bestia feroz siga con vida, y nos hemos reunido aquí para idear la forma de salvarnos.
El León meditó un momento.
—¿Hay otros leones en la selva? —preguntó. —No; había algunos, pero el monstruo se los comió. Además, ninguno de ellos era tan grande y valeroso como tú.
—Si termino con vuestro enemigo, ¿me reconocerán y obedecerán como al Rey de la Selva? —preguntó el León.
—Lo haremos con mucho gusto —contestó el tigre.
—¡Así lo haremos! —aullaron a coro todas las otras bestias.
—¿Dónde está ahora esa gran araña? —inquirió el León.
—Allá, entre aquellos robles —dijo el tigre, señalando con una de sus patas.
—Cuiden a estos amigos míos y yo iré ahora mismo a luchar contra el monstruo — manifestó el León.
Dicho esto, saludó a sus compañeros y se alejó orgullosamente a presentar batalla al enemigo.
La gran araña estaba dormida cuando la halló el León, y era tan fea que el felino arrugó la nariz con profundo desagrado. Sus patas eran tan largas como había dicho el tigre, y su cuerpo estaba cubierto de un espeso vello áspero y negro. Poseía unas fauces tremendas, con una doble hilera de dientes agudísimos limos y extraordinariamente largos; pero su gran cabeza estaba unida al cuerpo por medio de un cuello tan delgado como la cintura de una avispa, lo cual dio al León una idea de cuál sería el mejor método de ataque. Como sabía que era más fácil atacar al monstruo mientras dormía, dio un gran brinco y cayó de lleno sobre el lomo del enemigo. De un solo zarpazo feroz, separó la cabeza del cuerpo y, saltando de nuevo a tierra, se quedó mirando mientras las largas patas se agitaron un poco hasta quedar inmóviles, lo cual le indicó que el monstruo había muerto.
Regresó entonces al claro donde lo esperaban las fieras y anunció con gran orgullo:
—Ya no tienen que temer más al enemigo.
Todas las bestias se inclinaron ante él, proclamándolo su Rey, y el León prometió regresar a gobernarlos una vez que Dorothy hubiera partido de regreso a Kansas.
CAPÍTULO 22 El país de los Quadlings
Los cuatro viajeros pasaron sin inconvenientes por el bosque, y al salir de sus umbrías profundidades vieron ante ellos una empinada colina salpicada desde arriba hasta abajo por grandes rocas.
—Será una subida difícil —comentó el
Espantapájaros—, pero tendremos que hacerlo.
Así diciendo, encabezó la marcha seguido por los otros, y habían llegado casi a la primera roca cuando oyeron una voz áspera que gritaba:
—¡Atrás!
—¿Quién eres? —preguntó el Espantapájaros.
Asomó entonces una cabeza por sobre la roca y la misma voz replicó:
—Esta colina nos pertenece y no permitimos pasar a nadie. —Pero es que debemos pasar —objetó el Espantapájaros—. Vamos al país de los Quadlings.
—¡No pasarán! —declaró la voz, y desde detrás de la roca salió a la vista el hombre más extraño que jamás hubieran visto los viajeros.
Era bajo y robusto, y poseía una enorme cabeza algo chata y sostenida por un grueso cuello lleno de arrugas. Mas no tenía brazos, y al ver esto, el Espantapájaros no temió que un ser tan indefenso pudiera impedirles ascender por la colina. Por eso dijo:
—Lamento no hacer lo que deseas, pero, te guste o no, tendremos que pasar por tu colina.
Y se adelantó con gran decisión.
Tan rápida como el rayo, la cabeza del otro partió hacia adelante y su cuello se estiró hasta que su coronilla, que era chata, golpeó el pecho del Espantapájaros y lo arrojó dando tumbos cuesta abajo. Casi con la misma rapidez volvió la cabeza al cuerpo, y el hombre rió con aspereza al tiempo que decía:
—¡No les será tan fácil como piensan!
Un coro de ruidosas risas partió de las otras rocas y Dorothy vio entonces a centenares de los Cabezas de Martillo que se hallaban diseminados por la cuesta.
El León se puso furioso al oír la risa con que festejaban la caída del Espantapájaros y, lanzando un rugido atronador, echó a correr cuesta arriba.
De nuevo salió una cabeza a gran velocidad y el enorme León cayó rodando por la colina como si le hubiera golpeado una bala de cañón.
Dorothy corrió para ayudar al Espantapájaros a levantarse, y el León fue hacia ella, sintiéndose dolido y molesto, al tiempo que decía:
—Es inútil combatir con gente que dispara la cabeza como si fuera una bala. Nadie podría enfrentarlos.
—¿Qué hacemos entonces? —preguntó ella.
—Llama a los Monos Alados —sugirió el Leñador—. Todavía puedes darles una orden más.
—Muy bien —repuso ella y, poniéndose el Gorro de Oro, pronunció las palabras mágicas.
Los Monos fueron tan puntuales como siempre, y en pocos momentos estuvo toda la banda frente a ella.
—¿Qué nos ordenas? —preguntó el Rey, haciendo una reverencia.
—Llévanos por sobre esta colina hasta el país de los Quadlings —pidió la niña.
—Así se hará —repuso el Rey.
Acto seguido, los Monos Alados se apoderaron de los cuatro viajeros y de Toto y se alejaron volando con ellos. Cuando pasaron por sobre la colina, los Cabezas de Martillo aullaron de furia y lanzaron sus cabezas hacia lo alto, mas no pudieron alcanzar a los simios voladores, quienes se llevaron a Dorothy y sus amigos al otro lado de la montaña y los bajaron en el hermoso país de los Quadlings.
—Esta es la última vez que nos llamas —dijo el jefe a Dorothy—. Así que adiós y buena suerte.
—Adiós y muchísimas gracias —respondió la niña, y los Monos levantaron vuelo y se perdieron de vista en un abrir y cerrar de ojos.
El país de los Quadlings parecía muy próspero. Abundaban los cereales en sus campos, los caminos estaban bien pavimentados y por doquier se veían murmurantes arroyos de agua clara cruzados por puentes muy bien construidos. Las cercas, casas y puentes estaban pintados de rojo vivo, tal como eran amarillos en el país de los Winkies y azules en el de los Munchkins. Los mismos Quadlings, que eran bajos, regordetes y bienhumorados, vestían todos de rojo, destacándose así contra el fondo verde del césped y el amarillo oro de los granos maduros.
Los Monos habían dejado a los viajeros cerca de una granja y los cuatro amigos marcharon ahora hacia la casa y llamaron a la puerta, la que abrió la esposa del granjero. Cuando Dorothy le pidió algo de comer, la mujer les brindó a todos una buena comida, con tres clases de pastel y cuatro clases de bizcochos, así como un tazón de leche para Toto.
—¿Queda lejos el castillo de Glinda? —preguntó la niña.
—No mucho —fue la respuesta—. Tomen el camino del Sur y pronto llegarán a él.
Luego de dar gracias a la buena mujer, partieron de nuevo y marcharon por entre los campos sembrados y los bonitos puentes hasta que vieron ante ellos un castillo muy hermoso. Ante las puertas se hallaban tres mujeres jóvenes que vestían vistosos uniformes rojos con adornos dorados.
Al acercarse Dorothy, una de ellas le preguntó: ¿Por qué vienen al País del Sur?
—Queremos ver a la Bruja Buena que gobierna aquí—contestó la niña—. ¿Nos llevarán ante ella?
—Denme sus nombres y preguntaré a Glinda si quiere recibirlos.
Le dijeron quiénes eran y la joven soldado entró en el castillo para regresar poco después y anunciarles que podían pasar.
CAPÍTULO 23 Glinda otorga a Dorothy su deseo
Empero, antes de que pudieran ver a Glinda, los condujeron a una estancia del castillo donde Dorothy se lavó la cara y peinó, el León se sacudió el polvo de la melena, el Espantapájaros mejoró su forma y el Leñador lustró su cuerpo y aceitó sus coyunturas.
Cuando estuvieron presentables, marcharon con la joven soldado a una amplia sala donde la Bruja Glinda se hallaba sentada en un trono de rubíes.
Era joven y hermosa, de abundosos cabellos rojos que caían en ondas sobre sus hombros, y estaba ataviada con un vestido de un blanco inmaculado. Sus ojos azules miraron bondadosos a la niñita.
—¿Qué puedo hacer por ti, pequeña? —preguntó.
Dorothy le relató su historia, explicándole cómo el ciclón la había llevado al País de Oz, cómo había hallado a sus compañeros y de qué modo hicieron frente a los peligros que les salieron al paso.
—Lo que más deseo ahora es regresar a Kansas —finalizó—, pues mi tía Em debe temer que me ha sucedido algo terrible, lo cual la hará ponerse luto y, a menos que las cosechas hayan sido mejores que el año pasado, estoy segura de que tío Henry no podrá hacer ese gasto.
Glinda se inclinó hacia adelante para besar el dulce rostro de la niñita.
—¡Bendita seas! —dijo—. Claro que puedo indicarte el modo de regresar a Kansas… Pero si lo hago tendrás que darme el Gorro de Oro.
—¡Con gusto! —exclamó Dorothy—. La verdad es que ya no me sirve, y cuando lo tengas tú, sólo podrás dar tres órdenes a los Monos Alados. —Y creo que necesitaré sus servicios sólo esas tres veces —respondió Glinda con una sonrisa.
La niña le entregó entonces el Gorro de Oro y la Bruja preguntó al Espantapájaros:
—¿Qué harás cuando Dorothy se haya ido?
—Volveré a la Ciudad Esmeralda, pues Oz me nombró su gobernante y la gente me quiere —fue la respuesta—. Lo único que me preocupa es la manera de cruzar por la colina de los Cabezas de Martillo.
—Por medio del Gorro de Oro ordenaré a los
Monos Alados que te lleven a las puertas de la Ciudad Esmeralda —declaró Glinda—, pues sería una lástima de privar a sus ciudadanos de un gobernante tan maravilloso.
—¿Lo soy de veras? —preguntó el hombre de paja.
—Eres poco común —repuso ella. Volviéndose hacia el Leñador, le preguntó:
—¿Qué será de ti cuando Dorothy se vaya de este país?
Él se apoyó en su hacha mientras meditaba un momento. Al fin dijo:
—Los Winkies fueron muy bondadosos conmigo y, cuando murió la Bruja Maligna me pidieron que fuera su gobernante. Si pudiera regresar a la región de Occidente, nada me gustaría más que regir sus destinos.
—Mi segunda orden para los Monos Alados será que te lleven a la tierra de los Winkies —prometió Glinda—. Tu cerebro quizá no sea tan grande como aparenta el del Espantapájaros, pero en realidad eres más brillante que él… cuando estás bien pulido… y estoy segura de que sabrás gobernar a los Winkies con sabiduría y bondad.
Entonces se volvió la Bruja hacia el enorme y peludo León, y le preguntó:
—¿Qué será de ti cuando Dorothy haya regresado a su hogar?
—Al otro lado de la colina de los Cabezas de Martillo se extiende una selva muy grande y añosa —respondió el felino—, y todos los animales que viven en ella me han nombrado su Rey. Si pudiera regresar allá, viviría feliz el resto de mis días.
—Mi tercera orden para los Monos Alados será que te lleven a la selva —manifestó Glinda—. Luego, cuando haya agotado el poder del Gorro de Oro, lo devolveré al Rey de los Monos a fin de que él y sus súbditos queden libres para siempre.
El Espantapájaros, el Leñador y el León agradecieron a la Bruja Buena toda su bondad. Luego exclamó Dorothy:
—¡Por cierto eres tan buena como hermosa! Pero todavía no me has dicho cómo puedo regresar a Kansas.
—Tus zapatos de plata te llevarán por sobre el desierto —contestó Glinda—. De haber conocido su poder, podrías haber regresado a casa de tu tía Em el mismo día que llegaste a este país.
—¡Pero entonces no habría obtenido yo mi maravilloso cerebro! —exclamó el Espantapájaros—. Me habría pasado toda la vida en el maizal.
—Y yo no tendría mi bondadoso corazón —intervino el Leñador—. Todo oxidado, habría permanecido en el bosque hasta el fin de los siglos.
—Y yo sería por siempre un cobarde —declaró el León—, y ninguna bestia de la selva podría decir nada bueno de mí.
—Todo eso es verdad, y me alegro de haber sido útil a estos buenos amigos —manifestó
Dorothy—. Pero ahora, todos ellos tienen lo que más anhelaban, y, además, cada uno posee un reino para gobernar. Por eso creo que me gustaría regresar ya a Kansas.
—Los zapatos de plata tienen un poder maravilloso —le explicó la Bruja Buena—, y una de sus cualidades más curiosas es que pueden llevarte a cualquier parte del mundo con sólo tres pasos, y cada paso se da en un abrir y cerrar de ojos. Todo lo que tienes que hacer es unir los tacones tres veces seguidas y ordenar a los zapatos que te lleven donde desees ir.
—Si es así —dijo la niña con gran alegría—, les pediré que me llevan de regreso a Kansas inmediatamente.
Echó los brazos al cuello del León y lo besó al tiempo que le palmeaba la cabeza con gran cariño. Después besó al Leñador, el que lloraba de manera muy peligrosa para sus coyunturas. Al Espantapájaros lo abrazó con fuerza en lugar de besar su cara pintada, y descubrió que ella también lloraba al despedirse así de sus queridos camaradas.
Glinda la Bondadosa descendió de su trono de rubíes para dar a la niña el beso de despedida, y Dorothy le agradeció por los beneficios que había concedido a ella y a sus amigos.
Después tomó a Toto en sus brazos y, habiendo dicho adiós una vez más, unió los talones tres veces seguidas.
—¡Llévenme de regreso a casa de tía Em!
Al instante se encontró girando en el aire, tan velozmente que no pudo ver nada ni sentir otra cosa que el viento que silbaba en sus oídos. Los zapatos de plata dieron tres pasos y se detuvieron luego con tal brusquedad que la niña rodó varias veces sobre la hierba antes de descubrir dónde estaba.
Luego, al fin, se sentó para mirar a su alrededor.
—”¡Dios bendito!” —exclamó.
Pues se encontraba sentada en medio de la extensa llanura de Kansas, y frente a ella se veía la nueva casa que el tío Henry había construido después que el ciclón se llevó la otra vivienda. El mismo Henry se hallaba ordeñando las vacas en el corral, y Toto habíase alejado de Dorothy y corría hacia el granero ladrando a más y mejor.
Al ponerse de pie, la niña descubrió que sólo calzaba medias, pues los zapatos de plata se le habían caído durante el vuelo y estaban perdidos para siempre en el desierto.
CAPÍTULO 24 De nuevo en casa
La tía Em acababa de salir de la casa para regar los repollos cuando levantó la vista y vio a Dorothy que corría hacia ella.
—¡Querida mía! —exclamó, tomándola en sus brazos y cubriéndola de besos—. ¿De dónde vienes?
—Del País de Oz— contestó Dorothy con gravedad—. Y aquí está Toto también… Y, ¡oh, tía Em, cuánto me alegro de estar de nuevo en casa!
Fin
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